El que tiene vergüenza ni come ni almuerza. O al menos eso dice el refranero español, uno que de sabio, resulta impertinente.
A un servidor no le hace mucha falta el consejo, pues ya saben que practico la desvergüenza en todas sus variantes... Me pongo a alternar rápidamente con cualquier desconocido, soy capaz de arrancarme por bulerías en mitad de una reunión familiar o bailotear una bachata de la peor forma posible (es lo que tiene la ignorancia). El caso es divertirse y tomar conciencia de que nadie es perfecto.
A pesar de rodearme de gente que, como yo, grita a los cuatro vientos que un poquito de atrevimiento y riesgo son necesarios, denoto que, cada vez más, son muchas las personas que tienen la vergüenza hiper-desarrollada. Más de un psicólogo podría afirmar que esta introspección descomunal se debe a los males pandémicos, pero el aquí firmante discrepa bastante, ya que el asunto no está directamente relacionado con el dichoso virus, sino que viene de muy atrás.
El individualismo, las redes sociales, la realidad virtual, la sobreprotección familiar, los nuevos contextos laborales… Seguramente son algunas de las causas que se relacionan directamente con un modus vivendi en el que esconder la cabeza, agachar la mirada, ponerse colorado, sofocarse, titubear, sudar y no dar pie con bola se repiten una y otra vez. Reacciones que hay que aprender a controlar, no sea que nos condicionen más de la cuenta.
Lo que nunca he entendido es la vergüenza ajena, esa que se apodera de nuestra naturaleza y la sufrimos como si fuera la propia. Dicen que es como un espejo psicológico, una especie de reflejo que sufrimos a consecuencia de una tercera persona que puede o no sentir vergüenza por sus actos. Rechazo, pudor o incomodidad, en definitiva, emociones que los especialistas definen como vicarias, es decir, aquellas que se viven a través de las experiencias de otros.
Teniendo en cuenta que tiene mucho que ver con la empatía, esto de la vergüenza ajena siempre me ha parecido poco empático, más que nada porque nos lastra en muchas situaciones donde los prejuicios también alzan la voz para dejarnos en evidencia, véase el caso de un familiar con una enfermedad mental, un hijo maleducado o un padre travestido.
Es esta última situación la que enlazo con En sus zapatos, el libro de hoy, un álbum sin palabras de Valeria Gallo recién publicado por Océano Travesía que nos habla de la estupenda relación que tienen un hijo y su padre. Se levantan, desayunan, y se dirigen camino del colegio. En esta familia monoparental todo es igual que en cualquier otra, a excepción de un pequeño detalle: al padre le gusta usar ropa de mujer, algo que no suscita ningún recelo entre sus vecinos, pero sí en el ámbito escolar de su hijo. Este empieza a sentirse tan avergonzado de su padre que decide guardar la ropa femenina e invitarle a que vista de un modo más estereotipado.
Como el final tienen que descubrirlo ustedes mismos yo solo les digo que me ha encantado, no sólo porque es una historia que puede extrapolarse a otros contextos, sino por la magnífica elección del formato (álbum mudo o silente), uno que invita a los espectadores a perderse en las ilustraciones y hurgar en los detalles, sobre todo en las expresiones faciales de todos los personajes, para llenar esos vacíos textuales con un discurso que se desdobla entre los dos protagonistas y el contexto social que les rodea juntos y por separado.
Un álbum entrañable sobre vergüenzas ajenas que se vuelven obstáculos para alcanzar la felicidad. Un álbum para este día de reivindicaciones.
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