Siempre que la Patri y un servidor nos ponemos a charlar sobre lo mal pagado que está el mundo del arte en general, y el de la ilustración en particular, ella me dice que el quid de la cuestión está en rodearse de gente con pasta que no le tiemble la mano a la hora de soltar los billetes y no esté roñoseando esos cuatro céntimo que no sirven de nada.
Me menciona a tres o cuatro artistas de nueva hornada que se rodean de la flor y nata, de ricos caprichosos que valoran sus trabajos y les dan de comer todo el año. El mecenazgo, una fórmula que se inventó hace siglos y sigue perdurando porque a las élites no les interesa que el arte esté al alcance de la mano.
Ahora los llaman inversores, que, esperando la revalorización de sus bienes, compran grabados, esculturas y cuadros, muchos cuadros. Desgravaciones, quitarse de encima el dinero negro, sacar provecho, salvar indigentes o seguir el ejemplo de la baronesa. De entre todas las razones para comprar en galerías y pujar en subastas, mi favorita es disfrutar del arte desde el sofá.
Porque no todo el mundo sabe mirar un cuadro, valorar lo que tiene delante, emocionarse, hallar su trasfondo, estudiar el uso del color o la composición, descifrar su mensaje. De poco sirve tener un Jenny Saville, un Jeff Koons, un Ed Ruscha o un Damien Hirst colgado en el salón cuando lo tuyo es un buen pernil.
Si bien es cierto que alguno que otro le saca partido al típico golpe de suerte, lo general es que nuevos ricos, horteras de bolera y estiracuellos sean carne de cañón para pintores mediocres, escultores de medio pelo o retratistas de tres al cuarto. Pies con esto del arte moderno, hay mucho jeta disfrazado de artista que, echándole morro al asunto, se forra a base de ignorantes.
Y no es que yo vea mal que muchos especuladores de arte reciban una buena bofetada de realidad, pero si tienes intención de especular con obras de arte y no quieres que te metan un pufo, una de dos: o te asesoras adecuadamente, o educas el paladar a base de mirar y Summa Artis.
En El retrato del conejo, con texto de Emmanuel Trédez e ilustraciones de Delphine Jacquot, la editorial Lóguez se suma a esa fiebre por los conejos que se ha desatado este otoño en la Literatura Infantil y de paso nos encandilan sobre una historia de pillaje en el arte.
El señor conejo recibe una carta venida de lejos en el que una comadreja le confiesa su amor y admiración. Él, para conquistarla, decide enviarle un retrato suyo pero como no conoce a nadie, le pide consejo a Cerdo. Este le recomienda acudir a la galería del Burro, donde Zorro, un artista de reconocido prestigio puede echarle un cable por un dineral. Una vez terminado el retrato, el conejo lo encuentra demasiado minimalista para lo que le ha costado.
Dejándoos a vosotros el final de la historia, me dedico a los aspectos técnicos. Lleno de humor, este libro es de un formato considerable, con una ilustración de portada vívida y colorista que atrapa al instante. Narrada a base de rimas sencillas y llena de detalles (vestuario y mobiliario incluidos), esta historia rebosa mucho arte.
Cuadros por todas partes que, protagonizados por animales, nos hablan de Giacometti, Picasso, Magritte, Friedrich, Lucio Fontana o Man Ray. Guiños a la historia del arte que aúpan una parodia del arte moderno que envía una advertencia a todos esos arribistas incautos de los que hemos hablado.
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