Siguiendo en la línea de niños canallas que me marqué ayer para celebrar el llamado Día del niño y la infancia, continuo con los faustos hablando un poco de cómo se educa hoy en día a los churumbeles.
Y es que los padres son demasiado permisivos para unas cosas, sobre todo en lo que se refiere a las normas sociales, mientras que para otras no claudican ni a tiros. Me explico.
Parece ser que los niños están exentos de comer adecuadamente (estoy del “baby led weaning” hasta las narices), sentarse en una silla, saludar cuando hay que hacerlo, responder cuando se les pregunta o despedirse. Cuando este tipo de comportamiento se hace extensivo a otros temas como ordenar los juguetes, aprender a vestirse o respetar a las personas mayores, la cosa es verdaderamente peliaguda.
“Son niños, ¡no importa!” “Todavía no necesitan saber estas cosas” “No hay que obligarlos o se rebordecen” “Ya lo aprenderán por sí mismos”… Lo que sucede es que hay que repetir las cosas mil veces, tener ciertas prioridades y, sobre todo, dar ejemplo. Cosa que cuesta mucho trabajo, máxime cuando el teléfono móvil es más importante que tus hijos.
Y no me vengan con que soy un carca o un tirano. Apelando al sentido liberal que tan de moda está en las crianzas alternativas, les diré que una amiga mía que lleva años trabajando en una escuela Waldorf siempre dice que aprender y respetar las normas, hace a los niños más libres. ¡Toma ya…!
Por otro lado y para mi sorpresa, observo que muchos padres tienen mucho rigor cuando el asunto se relaciona con el tiempo libre de sus hijos, las actividades extraescolares o la hora de la comida. Solo van al parque una tarde a la semana (¡Qué tristeza!), si la siesta no es de tres a cinco y media, malo, y si no acuden a las doscientas actividades que tienen programadas mientras ellos van a la compra, se toman un café con Mengano o aprovechan para irse al gimnasio, peor.
Resumiendo: las prioridades de la crianza en nuestra sociedad actual han cambiado y la educación se basa en cumplimentar una serie de actividades, pero no en conocer las reglas que rigen la propia sociedad. Sencillamente demencial.
Y como no tengo ganas de decirle nada a todas esas que tantas recetas dan en las redes sociales, mejor les recomiendo El príncipe Beltrán El Bicho, un librito de Arnold Lobel que acaba de reeditar la editorial EntreDos.
El libro nos cuenta la historia de un príncipe que es peor que el baladre. Le tira de las orejas a los otros bebés, se carga la rosaleda del palacio, rompe todos los juguetes… Es lo que se dice un mal bicho. Lo odia hasta el apuntador. Un día se sube a lo alto de una torre y le tira piedras a una bruja que pasaba volando con su escoba. Enfadada, la bruja, lo transforma en dragón y lo convierte en un desgraciado. Todos se ríen de él, nadie lo quiere y termina yéndose de casa. ¿Conseguirá volver a su forma original?
Mientras lo averiguan les diré que este libro fue una de las primeras historias de Arnold Lobel y que fue inspirada por el mal comportamiento de Adrianne, su hija que, allá por 1963, contaba unos cinco años de edad y era muy traviesa. Con una paleta de color que recuerda a otros libros como Historias de ratones o Sapo y Sepo, y algunas ilustraciones ambientadas en la oscuridad que me han encantado, El príncipe Beltrán tiene ese aire mágico y entrañable de los cuentos de siempre que tienen que leer pequeños, pero sobre todo, grandes. Para darse cuenta de una maldita vez, que los niños no nacen sabiendo y que, además de inculcarles el veganismo, el juego libre o el uso de juguetes no sexistas, tienen que aprender a decir hola y adiós, masticar con la boca cerrada y respetar a los demás.
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