Todos los estudiosos del tema suelen aludir a la capacidad mutable de los cuentos, sobre todo si tenemos en cuenta que estas creaciones populares corren de boca en boca y de hoguera en hoguera. Como nuestros propios genes, pueden ser modificados gracias a las aportaciones que cada narrador hace en su relato, y no nos debería extrañar que existan numerosas versiones de cada uno de ellos, más todavía teniendo en cuenta la de años que han pasado desde que la especie humana comenzó a usarlos.
Bien por necesidades del guion (añadir un poco de salsa siempre realza los sabores), las tendencias y modas (como el largo de la falda, los cuentos también se adaptan al gusto del público) u otras triquiñuelas (ya saben… cuitas palaciegas, intereses maquiavélicos, revoluciones populares y doctrinas varias, también meten la cuña publicitaria en los cuentos), estas narraciones han ido cambiando su forma.
Parece que todo cambia con Gutemberg y su invento, pues eso de la letra impresa pone freno a que todo el mundo colabore con sus aportaciones en esto del entretenimiento lingüístico. O al menos, eso creemos, pues incluso de esta manera, también hay que hablar de libros destruidos o perdidos, editores entrometidos, traductores desafortunados, correctores incorregibles y lectores juguetones.
Precisamente de estos últimos toca hablar hoy gracias al último libro de Jon Klassen que se publica en nuestro país gracias a Blackie Books. La calavera, que así se llama el título de este álbum, está basado en un cuento tradicional tirolés que Klassen leyó en una biblioteca de Alaska mientras esperaba que comenzase una de sus presentaciones.
La historia nos habla de Otilia, una niña que huye en mitad de la noche. Atraviesa el bosque mientras escucha su nombre, hasta que se encuentra con una casa. Al acercarse, se da cuenta de que la puerta esta cerrada y, tras llamar y preguntar si hay alguien, una voz le contesta. Al alzar la cabeza, ve a una calavera asomada a una ventana que, finalmente, le ayudará a entrar. La calavera le cuenta su historia mientras le enseña la casa y la invita a pasar la noche no sin antes confiarle un secreto: le tiene que ayudar a escapar de un esqueleto sin cabeza que la persigue todas las noches.
En este cuento un tanto misterioso, Klassen despliega todo su arte narrativo en un álbum extenso (unas ciento veinte páginas son bastantes para un álbum) en el que utiliza diferentes recursos. Lo primero de todo es que estructura la obra en cinco partes con título múltiple. Esto es algo que extraña bastante en un relato corto como un cuento, pero del mismo modo tiene su sentido, ya que así establece una serie de ideas clave que permiten al lector, no solo recordar lo que acontece en él, sino anticipar, a modo de funciones de Propp, esos hilos argumentales que tanto resuenan en unos cuentos y otros. Del mismo modo, dilatar el lapso temporal también le ayuda a mantener la tensión en un relato intrigante y un tanto terrorífico en el que las sorpresas y el efectismo tienen su función.
En segundo lugar, hay que hablar de la paleta de color. Siluetas grises, sombras negras y reflejos tornasolados de hogueras y amaneceres invernales, llenan unas ilustraciones donde el uso variado de los planos imprime bastante ritmo cinematográfico. Me encanta la escena del baile de máscaras (¡Me resuenan tantas películas y novelas…!) y la plasticidad que adquieren algunas figuras (Ese esqueleto cayendo es una maravilla).
Por último, no hay que olvidar el humor que destila Klassen en todas sus obras. Por un lado, tenemos uno muy blanco que nos hace sonreír (lo de que una calavera coma peras y beba té es tan absurdo como los chistes de Faemino y Cansado). Por otro, uno muy negro, sobre todo cuando descubres que detrás de la apariencia inocente de Otilia, hay una persona con muchas intenciones y nada inofensiva, sobre todo cuando se trata de conservar el paraíso prometido y el lector conoce el final de la historia original (no se olviden de leer la nota del autor).
No hay comentarios:
Publicar un comentario