Debido a un proceso febril de larga duración y bastante extraño, junto con otras afecciones, léanse dolores de cabeza o cansancio, me estoy viendo sometido a diversas exploraciones y pruebas por parte de varios matasanos. Quiero concluir este proceso pensando en que no es nada… Seguramente algún virus o bacteria con poca chicha se ha internado en mi organismo y anda sacando de madre a las células que lo configuran. Así que, oren por mí ya que soy un tanto hipocondríaco y sufro la espera de los resultados con algo más de angustia que el resto de los mortales, para que sea nada y siga disfrutando de la salud de hierro que me caracteriza desde que nací.
Pensarán que soy un niño más, atemorizado frente a la visión de una jeringuilla, un termómetro o un fonendoscopio, y, siéndoles sincero les diré que sí. Los médicos me dan pavor. ¿Y a quién no? Aquel osado que lo niegue, que dé un paso al frente, que ya me encargaré de bajarlo de la burra a base sufijos como “-oma” o “-itis” y otros palabros de dudosa procedencia.
Y escuchen, lo de ahora no es nada comparado con lo que sucedía en mi niñez, cuando, aterrorizado por todo aquel que vistiese una bata blanca, era capaz de levantarme en armas e iniciar una pequeña batalla por conservar mi integridad física. Ante el peligro, soy de fuerza indómita, tanto, que, para extrirparme las llamadas vulgarmente “vegetaciones”, hube de ser amarrado a una silla con correas y diversos aparejos de tortura puesto que estaba dispuesto a linchar a todo el que se atreviese a tocarme.
Y hablando de pavor ante los herederos de Hipócrates, no se me ha ocurrido mejor sugerencia literaria para hoy que el fantástico y Premio Bologna Ragazzi 1998, Ser quinto (Ernst Jandl y Norman Junge), un buen ejemplo de cómo el niño, frente a la puerta de una consulta médica, con miedo e inquietud, espera que llegue el momento en el que se le pueda infringir cierto daño. Lo mejor es cuando todo queda en agua de borrajas. ¡Y que vivan los médicos!
Pensarán que soy un niño más, atemorizado frente a la visión de una jeringuilla, un termómetro o un fonendoscopio, y, siéndoles sincero les diré que sí. Los médicos me dan pavor. ¿Y a quién no? Aquel osado que lo niegue, que dé un paso al frente, que ya me encargaré de bajarlo de la burra a base sufijos como “-oma” o “-itis” y otros palabros de dudosa procedencia.
Y escuchen, lo de ahora no es nada comparado con lo que sucedía en mi niñez, cuando, aterrorizado por todo aquel que vistiese una bata blanca, era capaz de levantarme en armas e iniciar una pequeña batalla por conservar mi integridad física. Ante el peligro, soy de fuerza indómita, tanto, que, para extrirparme las llamadas vulgarmente “vegetaciones”, hube de ser amarrado a una silla con correas y diversos aparejos de tortura puesto que estaba dispuesto a linchar a todo el que se atreviese a tocarme.
Y hablando de pavor ante los herederos de Hipócrates, no se me ha ocurrido mejor sugerencia literaria para hoy que el fantástico y Premio Bologna Ragazzi 1998, Ser quinto (Ernst Jandl y Norman Junge), un buen ejemplo de cómo el niño, frente a la puerta de una consulta médica, con miedo e inquietud, espera que llegue el momento en el que se le pueda infringir cierto daño. Lo mejor es cuando todo queda en agua de borrajas. ¡Y que vivan los médicos!
1 comentario:
Espero que te mejores pronto :) un abrazo y que quede todo en agua de borrajas. Bonita ilustración para mostrar tus días de pruebas. Yo acabo de llegar del hospital de hacerme otras. Pero se han portado muy bien y sólo han pinchado 2 veces y me han dado un jarabe de naranja.
¡Ánimo!
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