Cierto profesor universitario, refiriéndose a la hegemonía de los videojuegos entre la población infantil, juvenil, e incluso adulta, abogaba, con mucha gracia, todo sea dicho de paso, por la pérdida paulatina de las cualidades creativas en el ser humano y una hipertrofia de los pulgares de ambas manos. Lo primero se debía a que ya no se necesitaba imaginar, discurrir e inventar para pasarlo bien, y lo segundo venía del continuado uso que se les daba a estos dos dedos para manejar los mandos de las videoconsolas. Seguramente esto no sucederá jamás, pero por si acaso, hemos de permanecer alerta a los vicios de nuestros hijos y barajar la posibilidad de darles un saco de tierra y bastante agua para así dejar que amasen el barro de sus propios mundos. A pesar de la realidad, tengo comprobado empíricamente que, frente al automatismo casi robótico de los videojuegos, está la ilimitada creatividad del ser humano, capaz de interaccionar con otros como él o con el medio que los rodea. Y si no me creen, realicen este pequeño experimento para corroborar lo cierto de mis afirmaciones: despojen al niño de la pantalla del ordenador, enciérrenlo en una habitación en la que sólo haya una caja de ceras de colores y un par de cajas de cartón. Puede que al inicio, el conejillo de Indias se resista y quiera regresar a la aventura gráfica que le ofrecía la informática, pero tras un tiempo prudencial su mente despertará para guerrear contra el aburrimiento a base de los pocos recursos que tiene… ¿Y quién sabe? Incluso es capaz de construir un avión o un tren, como el protagonista del título de hoy, El pequeño inventor, impecable trabajo de ilustración de la mano de los coreanos Hyun Duk y Cho Mi-ae (Océano Travesía) que se podría definir como una historia cotidiana que hará recordar a muchos adultos los años pasados y puede que anime a bastantes escolares a enfrentarse a la desidia y lo plano del tiempo con ganas y una pizca de creatividad.
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