Parece
ser que una nota de optimismo está floreciendo en todos los noticiarios a tenor
de la bajada en la tasa de paro y de lo ¿boyante? de nuestra economía, una que,
según los triunfalistas, es el timón de la Unión Europea (me río yo del rumbo
de Occidente…). Manda huevos que unos sigan empeñados en hacernos creer que el
país está repuntando a base de sacrificios y del buen hacer de todos nosotros (¡Oh,
ciudadanos, benditos seáis por vuestro ahorro!), mientras que otros se
aprovecharán de semejante tontería para vaciar las arcas de nuevo e ¿invertir? en
SU “sociedad del bienestar” (¿En qué se traducirá esto? ¿En becas para
gandules? ¿En planes de empleo para los afiliados?... Seguramente en lo de
siempre… ¡Más madera!).
Pase
lo que pase no duden que la mejor tajada será para los bancos, esos que siempre
intentan arañarnos los higadillos y que poco devuelven al pueblo (¡Qué empeño
con lavarse la cara a base de obras sociales y otras falacias!). Sin ir más
lejos, el otro día tuve cierto altercado con ellos a golpe de tarjeta de
crédito (¿Y todavía quieren hacernos creer que son de lo más seguras…?) y les
faltó llamarme ladrón… No me reí, como podrán imaginarse, pero me resultó
paradójico que, además de tocarme el escroto, se creyeron dueños de mis dineros.
No les contaré qué hice porque eso ya es otra historia, pero sí he de
confirmarles que el papel moneda nos trae de cabeza.
Todo
el mundo intenta amasar grandes fortunas, se desvive por adquirir propiedades,
por legar grandes herencias, viven más preocupados por los céntimos y sus
logros financieros, que de vivir. Señores, señoras, hay que disfrutar, hacer
que el tiempo sea llevadero, leve, ni mucho ni poco, en su justa medida (N.B.:
Si alguna vez me ven hecho un andrajoso, no se acuerden de este post y me tachen
de codicioso, se debe más a temas agropecuarios que a un mero afán
recaudatorio…).
Tampoco
soy partidario del derroche (que luego nos vemos como estamos) pero sí tienen que darse un gusto al cuerpo. Decidan ustedes el capricho, pero dénselo.
A veces este juego se acaba de repente, en un soplo, y quedará de nosotros en
este mundo apenas risas y algún que otro llanto. Y si no me creen, pregúntele a
avaros y acaparadores, unos que, más tarde que temprano, denotan que el dinero,
a menos que lo gastemos, poco nos da excepto quebraderos de cabeza, enfados y
miedo, mucho miedo; algo de lo que nos habla El oro de la liebre (que por cierto tiene una ventana en el ojo, que bien me recuerda a la otra tan famosa de Durero), el último gran libro de Martin Baltscheit y Christine Schwarz (editorial Lóguez) en el que se pone en evidencia que hasta los más
feroces y temibles, viven supeditados al yugo de la ruindad y la usura, un
poder que nos consume y aplasta, y se extiende entre nosotros como la peste.
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