Con tres bocas que
alimentar, no es de extrañar que X, mi compañera de viaje diario,
tenga siempre algo de lo que hablar y que el quehacer diario de una
madre de familia monopolice el tema de conversación la mayor parte
del trayecto... Ayer tocó: “los cumpleaños”. Toda una fiesta...
Pregúntenme lo que quieran. Ya sé todo lo que tiene que saber un
¿humano? para celebrar el cumpleaños de su hijo de una manera
occidentalmente aceptable y sin darle mucho al coco. Bolas,
colchonetas inflables, animadores infantiles, merienda -contratada o
a escote-, fotos a troche y moche, griterío y llantos, regalos por
un tubo, corona de princesa y ¡hasta un trono! incluidos (¡Más
madera!), hacen las delicias en el (supuesto) día más feliz en la
vida de un niño. Mientras ella justificaba el circo (lo hacen todos
los padres cuando me ven la jeta, estoy muy acostumbrado...), yo me
acordaba de todas las fiestas de cumpleaños a las que había acudido
en mi niñez y pensaba que, excepto el atrezzo y el vestuario, poco
habían cambiado las cosas... Y me sonreía.
Desde que era (¿o soy?)
un mico, todas las celebraciones de esta índole me resultaban un
tanto quijotescas, ya que entremezclan la realidad de la niñez con
la mirada adulterada de los mayores, sus ficciones y convenciones,
que, por extensión, hablan de sus miedos y otros males sociales.
Compra el regalo, parlotea con el resto de los invitados, sonríe,
habla de lo maravillosos y bien educados que son todos... No se sabe
si estos faustos se deben más a la reafirmación de los padres y sus
ganas de figurar, o al mero afán de que los críos disfruten de una
tarde con sus iguales. En definitiva, unas reuniones que se merecen
más de un estudio sociológico. Algo que a empezado a hacer Anthony
Browne en su último libro, ¿Qué tal si...?, editado por
Fondo de Cultura Económica.
Hacía bastante tiempo
que no hablaba de este hombre, uno de los más aclamados creadores de
álbumes ilustrados, pero tras encontrar este título a finales del
pasado curso escolar, decidí reservarlo para la vuelta al cole y
darle cierta trascendencia, no sólo por el tema en él tratado, sino
porque me resultaba bastante trascendental para todos aquellos
lectores que se ven involucrados en los avatares de la vida infantil.
En él, Browne sigue adentrándose en los miedos infantiles desde su
ya acostumbrada doble (a veces incluso triple) perspectiva, la del
protagonista y la de su familias, que la mayor parte de las veces es
muy diferente aunque el autor siempre encuentra un punto en el que
ambas confluyen y se equilibran (N.B.: a veces, muy de soslayo y con
cierto cariz surrealista y divergente, su tratamiento argumental me
recuerda a Sendak). Es por ello que esta recomendación de hoy va
para padres e hijos que acuden a un cumpleaños sin saber muy bien
qué pasará allí...
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