De unos años a esta
parte han surgido los movimientos “slow” ("slow life", "slow food", "slow fashion"...) unos que, al amparo de otras modas como "lo orgánico" y "lo sostenible", apuestan por
una vida tranquila, sin prisas, en la que la paciencia y la quietud
fueran las premisas básicas que alimentaran nuestro día a día, una ideosincrasia que me chifla.
Vivir sin vértigos, sin horas que pasan con celeridad, de manera
relajada y disfrutando de cada instante, son fundamentales para no
sufrir los acelerones de este mundo de locos.
Quizá muchos hayan
llevado esto al extremo comprándose una casita en mitad del monte y
cultivando lechugas con mimo y parsimonia, pero lo cierto es que
también podemos sacar partido de esa tranquilidad en sitios más
bulliciosos y asfálticos: sólo hace falta pararse y disfrutar, una
regla de oro que aprendí a rajatabla cuando vivía en Madrid. No
entendía porqué la gente corría de un lado para otro, porqué
nadie dejaba que fueran las escaleras mecánicas las que se movieran, el porqué de los cláxones en los atascos... Al
final me dí cuenta que yo iba de la mano con ellos, que su inercia
también era la mía y dije basta. Me quedé quieto. Sólo entonces
empecé a disfrutar de los mercados de abastos y los puestos del
Rastro, de las callejas de Malasaña, Salamanca o Lavapiés, de las
fachadas y sus detalles arquitectónicos, de los paseos por el Jardín
Botánico, El Retiro o los parques de Fuente del Berro o El Capricho, de lo variopinto de las gentes, de cómo todos somos uno.
Esa sensación de calma es la que
también experimentamos cuando observamos a alguien amasando pan por la
mañana, bordando flores de lana, o pintando la luz de la tarde.
Nos quedamos embelesados y no pensamos en ningún momento que
perdemos el tiempo, que lo estamos desaprovechando. La tarde se va
sola mientras hacemos algo: disfrutar.
Es por ello que me ponen enfermo los viajeros atropellados. Hay que ver cosas, claro está, pero
abomino de los compañeros de viaje ansiosos y hastiados. Los prefiero con algo de sosiego y
poder compaginar turismo con ocio pausado. Pillar un lugar quieto a
orillas del canal y tomar una cerveza mientras el tiempo se queda en
la conversación y no lo dejamos marchar. Reírnos como críos -que
falta nos hace- y pensar que mañana volverá a salir el sol.
Y con tanta tranquilidad,
me he acordado de las bonanzas de un álbum de Antoinette Portis
(¡Sí, la misma autora de No es una caja!) que lleva por
título Espera (Editorial Patio), y donde se habla de
dicotomía que existe entre adultos y niños a la hora de ser capaces
de valorar las pequeñas cosas que nos rodean. Un niño y su madre van de un lado a otro de la
ciudad, y mientras el pequeño ansía detenerse a disfrutar de la
belleza del mundo, su madre prefiere continuar el camino. Sin duda
este libro es un gran tirón de orejas a todos los que se pierden las
estampas cotidianas, se olvidan de estas, las que nos insuflan vida.
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