Los adultos nos ponemos muy pesados cuando vemos que los
niños, los jóvenes, pierden el tiempo con los aparatos electrónicos. Que si
nene deja el móvil y ponte a estudiar, deja la tele y arregla el cuarto, deja
la tablet y ayúdame a poner la mesa… Una cantinela que se repite todos los días
en cualquier hogar. Pero, ¿acaso no preguntamos si hacen algo útil con esos
dispositivos? Seguramente la mayor parte de las veces no hacen ni el huevo,
pero otras quizá estemos errando. Esto sucede en parte porque los mayores tenemos
nuestras propias ideas sobre lo que es aprovechar el tiempo, y todo lo que se
salga de esos parámetros consiste en perderlo. Si a ello añadimos que prejuzgamos
a críos y adolescentes a todas horas, cualquier cosa que se escape de hincar
codos y las actividades extraescolares clásicas, no tienen cabida en lo
productivo (futuro, dichoso futuro del dinero y el estatus).
Tengo alumnos de todo tipo. A unos les gusta cantar, otros
se dedican a la magia, el de más allá hace parkour (para los poco doctos
consiste en saltar por cualquier sitio), alguno que prueba videojuegos, chicos
que les encanta disfrazarse, dos de ellas se dedican al teatro, los menos a la
papiroflexia, a la cocina, uno que hace taquigrafía, otro que recogía piedras,
y una que practicaba el finger dancing (les incluyo al final del post dos
ejemplos de esta maravilla). Seguramente todos y cada uno de ellos empezaron a
practicar todas estas cosas a espaldas de sus progenitores, bien por vergüenza,
bien por evitar que les dieran la chapa (dudo que muchos de ellos las cultiven
abiertamente hoy día) pero a mí, que me encanta que cada uno pueda enriquecer
su mundo interior de la manera que le plazca (yo lo he hecho y me ha dado igual
ocho que ochenta), me parecen aficiones maravillosas.
Necesitamos cambiar nuestro concepto sobre lo que es útil y
lo que no, de lo que nos llena y lo que nos vacía, de lo que nos aporta y de lo
que nos vuelve inertes. Para ello hoy les traigo dos libros que me han
encantado y que (creo) necesitan leer. El primero de ellos es Mi abuelo, un álbum de Catarina Sobral
editado por la editorial Limonero. En él se entrevén las vidas de un abuelo y
su vecino que se supone comparten muchas cosas en común. Les gustan los idiomas,
la comida italiana, charlar con la gente, hacer la compra y las plantas. Pero
no es oro todo lo que reluce, algo que nos muestra la autora estableciendo un
paralelismo entre estos dos personajes en cada doble página y concluyendo con
que el vecino del abuelo, a pesar de “aprovechar” muy bien el tiempo, no tiene
una vida tan agradable como cabría esperar, sobre todo porque no se deja llevar
por sus deseos de libertad y tiempo libre.
El segundo libro al que deseo referirme hoy es Ana y la gaviota de Carolina Esses y
Raquel Cané (Adriana Hidalgo Editora, colección Pípala). Les tengo que decir
que es una creación que abre muchos interrogantes, más todavía al desarrollarse
en una atmósfera sutil y algo romántica de una playa que ayuda a suavizar las
reacciones. En ella, una enfermera que se dirige a su lugar de trabajo, siente
la necesidad de socorrer a un ave marina que ha tenido un accidente. Ante ella
se presentan muchas dudas: ¿Su presencia es más necesaria allí que en el
hospital? ¿Y si por su decisión alguien muere? Para saber el final tendrán que
leerlo, pero les aviso de que es un buen libro para abrir un diálogo sobre la
dicotomía responsabilidad-deseo con cualquier tipo de lector.
He aquí dos maravillosos ejemplos a tener en cuenta en este
mes de enero tan cargado de nuevos propósitos, que nos dejan entrever que el
tiempo no se suele perder y que hay momentos en los que, rebosantes de placer,
quietud y ocio supuestamente insulso, ganamos mucho más que en aquellos donde
la frenética actividad no nos llena, ni la vida ni el alma.
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