lunes, 23 de noviembre de 2020

Paisaje de inocencia e inquietud


Parece que las heladas se abren camino durante las noches de otoño y que los días, a pesar de las nieblas matutinas, empiezan a vislumbrarse más tenues y dorados. No sólo porque los árboles han mudado el color de las hojas a tenor de la intemperie, sino porque la luz ha virado de intensidad y se despoja de la claridad del ya olvidado verano. Si a todo ello le unimos un ánimo diezmado por la realidad imperante, la llegada del invierno se tornará más gris que de costumbre. 
No es que un servidor quiera aguarles la fiesta (últimamente poca), pero si quiero llamarles la atención sobre cómo el paisaje, sus sombras y constantes, ahondan en nuestra mirada, como si de un filtro se tratase. Pues a pesar de las circunstancias que nos rodeen, siempre se agradecen los escenarios motivadores, llenos de vida y asombro, con detalles que nos limen las asperezas de la vida y nos inviten a seguir hacia delante. 


Es lo que se llama la atmósfera, esa suerte de elementos que enmarcan una historia, la moldean a su antojo y le infieren nuevas sensaciones. Es tan poderosa la atmósfera que, aunque muchos lectores no le presten mucha atención (algunos se limitan a la acción y poco más) son completamente engullidos por esas palabras sutiles, descripciones aparentemente vacías y otra cantidad de recursos que ayudan a adherirse al relato. 
Si bien es cierto que en algunos géneros narrativos -léase novela policiaca o de terror- basta con echar mano de una serie de recursos que con sólo pronunciarse logran trasladarnos a ese universo ficticio, conseguir la ambientación deseada para suspender esa incredulidad a la que las buenas lecturas nos obligan, es bastante difícil de conseguir. 


Para ejemplificarles este hecho, acudo hoy a He visto un pájaro carpintero, el álbum de Michał Skibiński y Ala Bankroft (editorial Fulgencio Pimentel) que está dando mucho que hablar durante el poco tiempo que lleva de andanzas por las librerías, algo que no me extraña teniendo en cuenta que es un producto editorial más que interesante. 
En primer lugar decir que a pesar de obtener la mención en la categoría “Opera prima” del premio Bologna Ragazzi, también podría adscribirse a la de “No ficción” ya que parte de un pequeño cuaderno fechado en 1939 (año en que Hitler invade Polonia) que hacía las veces de diario-cuaderno de aprendizaje del autor y que ha visto la luz 81 años después. Tras ser rescatado de la casa familiar en ruinas, la madre de Skibinski lo atesoró hasta su muerte, momento en el que pasó a sus manos y que, por mediación de su sobrino, en 2019 lo entregó a Katarzyna Domańska, editora que se interesó en publicarlo dándole forma de álbum. Ala Bankroft, nombre artístico de Helena Stiasny, hija de dicha editora y estudiante de bellas artes, fue la encargada de poner imágenes a las frases cortas del ahora sacerdote polaco, tomando como punto de partida los paisajes que la acompañaron en sus paseos de niñez. 


Desde los múltiples destellos que desprende la lectura de este libro, hay que destacar dos. 
Por un lado el valor histórico de un testimonio personal, algo que ocurre en otras obras de carácter autobiográfico como el Cartas a Bárbara de Leo Meter o el archiconocido Diario de Anna Frank, un libro con el que comparte esa voz de los niños (en este caso los que fueron) que hablan para otros niños. 


Por otro hay que apuntar al contraste entre ilustraciones y texto. Si bien es cierto que la disyunción narrativa aúpa el desbordamiento discursivo por parte del lector, lo que más me llama la atención es el poder que tienen de construir una atmósfera luminosa y colorista en la que subyace un miedo invisible que llena de (in)quietud cada uno de los breves pasajes infantiles que preceden a una guerra inminente y que en ciertos momentos me ha recordado a esa supuesta inocencia y sencillez que se respira en La cinta blanca, el largometraje de Haneke. 
Lean y opinen.

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