Esto de tener una mirada un tanto especial me acarrea más de un disgusto. Y no es que mis ojos verdeazulados se cieguen ante lo luminoso del astro rey, ni que mis largas pestañas manchen una y otra vez los cristales de las gafas, ni que me dedique a espiar a los vecinos (sus vidas me traen sin cuidado). Más bien se refiere a esa forma tan peculiar de observar lo que me rodea.
Primero de todo, gusto de fijarme en los detalles más ínfimos. Que si esos zapatos, una pulsera aparentemente inocente, el nombre de tus hijos, qué gestos de cariño te regala tu mujer o si prefieres el ron canario a la ginebra inglesa.
Luego hay que ir un poco más allá, no sólo con el nervio óptico, sino con las orejas. El tono de voz, si se le oye o no, si cambia la versión de los hechos, si utiliza muletas contemporáneas, si verbaliza a la velocidad del rayo o se atranca a cada palabro. El discurso también es importante, máxime cuando lo tienes que aguantar en el trabajo, en la cena de Nochebuena o en las reuniones de padres.
¡Qué malo es ver lo que no quieres ver, oír o callar! Que las miserias son de cada uno y de nadie más… Bueno, eso dicen..., que a veces luce darles vueltas en un lebrillo como si sangre para morcillas se tratasen.
Al final, para no caer en la tentación de radiografiar a todo incauto que se cruce en mi camino, voy a necesitar Un par de ojos nuevos, como Vinayaki, una de los protagonistas del estupendo álbum que nos acaban de regalar Ellen Duthie, Javier Sáez Castán y Manuel Marsol de la mano de Wonder Ponder, esa editorial que le ha dado una vuelta de tuerca a la filosofía para niños.
Y es que en una obra en siete actos que estos tres se han sacado de la manga para que riamos, juguemos y le demos al coco, los protagonistas son los ojos desgastados de una elefanta. Recién llegada a la Compañía Rumiante de Fantoches Ambulantes, un teatrillo de títeres, Vinayaki hace buenas migas con Gordon, Nena Gol, Pierre y Harriet, unos compañeros muy especiales que la acompañarán en su proceso de cambio ocular (algo así como cuando aparecen las tías del pueblo para joderte la noche previa a una operación).
Con una estética que en parte recuerda y en parte rinde tributo al Dídola pídola pon de Maurice Sendak, los autores ponen de relevancia temas muy trascendentales entre los que el existencialismo es la piedra angular. Ilustraciones a cuatro manos, dosis de sinsentido, una tarta que nunca se acaba, personajes que bien podrían estar sacados de las tiendas de juguetes de los años 50, 70 o 90, unas cuantas lágrimas y guiños cinematográficos harán las delicias de sus lectores, personas de 7 a 77 años que, lejos de extrañarse, se sumergirán en una historia con mucho corazón.
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