De un tiempo a esta parte ando a tientas con eso de la amistad. No es que tenga traiciones a la vista, pero, de vez en cuando, hay que parar en seco y replantearse qué tipo de relaciones quieres con la gente que te rodea.
Si bien es cierto que tengo muy claro cómo afrontar mis relaciones laborales (me apeo de todo tipo de celebraciones multitudinarias, cafés matutinos y juntillas interesadas), no me sucede lo mismo con los amigos. No es que dude de sus sentimientos, pero últimamente empiezo a denotar una deriva de mis relaciones personales que distan mucho de las concepciones tradicionales.
Tampoco creo que esto sea exclusivo de un servidor, pues, seguramente, ustedes experimentan situaciones más o menos parecidas; reflejos de este mundo solitario, posmoderno y tecnológico que nos presenta escenarios con los que nunca antes habíamos bregado y derivan hacia derroteros nada deseables.
Familias mínimas, dispersas y desestructuradas, entornos sociales amplísimos, escenarios reales y virtuales, necesidades creadas y relaciones líquidas también lastran las amistades, es decir, las insertan en nuevos contextos, las redimensionan y las ponen a prueba. Los amigos ya no son lo que eran y, lejos de esa definición clásica en la que entraban amigos de toda la vida, mejores amigos o grupo de amigos, se contemplan numerosas tipologías que responden a nuevas formas de amistad.
Extensiones familiares, laborales o incluso grupos de padres se han abierto camino en nuestras vidas. Conexiones necesarias u obligadas nos empujan a maneras más contenidas, más superfluas y menos confiadas que a las que estábamos acostumbrados. El miedo al conflicto o la ofensa nos supeditan en menor o mayor grado y esa entrega incondicional que se le presupone a la verdadera amistad, adquiere nuevas formas.
Pese a ello, la amistad nunca pasa de moda y es un clásico en el universo de los libros infantiles. Prueba de ello son dos de los libros que nos trae este otoño ventoso.
El primero es Amos y Boris, un álbum de William Steig que Blackie Books ha editado en nuestro país para disfrute de los monstruos. Publicado por primera vez en 1971, este libro recoge la historia de Amos, un ratón enamorado del mar que tras construir un barco de vela, se lanza a surcar el océano. Todo está siendo una delicia, hasta que un golpe de mala suerte lo hace caer al agua y, tras ver su barco desaparecer, acaba en mitad del océano esperando su fin. De repente aparece Boris, una ballena que disfruta del fondo marino y que se ofrece a salvarlo de esa inesperada situación forjando una gran amistad. ¿Podrá Amos devolverle a Boris ese gran favor?
Como en otros libros anteriores, Steig vuelve a echar mano del viaje y sus casualidades (recuerden La isla de Abel o El gran viaje de Dominic) como proceso iniciático en el que los protagonistas cambien su percepción sobre sí mismos y los demás. Del mismo modo, nos habla de cómo nos lastran las preconcepciones que tenemos sobre los demás. Todo ello aderezado por un complejo universo emocional en el que los sentimientos van aflorando mientras se construyen las relaciones entre los personajes.
El segundo libro de esta tanda es Santa Fruta, un álbum de Delphine Perret y Sébastien Mourrain que nos trae a nuestro país la editorial Limonero. Si bien es cierto que lo mío no son los libros con gatos, he encontrado bastante sugerente este título que nos habla de un felino cuyos dueños se pasan el día viajando de una punta a otra del mundo y este se pasa la mayor parte del tiempo y pegado al radiador. Como sus dueños lo encuentran muy flacucho y poco dinámico, por lo que deciden acudir a un psicólogo de gatos que les recomienda llevarlo con ellos de viaje. Tras un montón de idas y venidas, terminan en el desierto del Colorado, en un lugar donde solo se puede ver un cartel que reza “Santa Fruta” y un cactus que crece al lado. Es entonces cuando…
Con esta historia tan sumamente surrealista, los autores franceses se adentran en el universo de la amistad, sus coincidencias y ese extrañamiento que a veces rodea a parejas de amigos un tanto inverosímiles. Con algunos recursos narrativos que en cierto modo recuerdan al cine y al cómic, la historia se llena de una amistad silenciosa que, con la ayuda de la disyunción narrativa entre texto e imágenes, nos hace mucha gracia, pero al mismo tiempo ahonda en esos momentos de complicidad y entendimiento entre dos personas que no necesitan el diálogo para comunicarse. Su presencia es más que suficiente a la hora de establecer un vínculo donde no hacen falta muchas palabras para decirse lo agradable que puede llegar a ser la mera compañía.
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