No sé a cuento de qué, el otro día me topé con un video de la tal Inés Hernand. Estaba muy metida en su papel y contaba a los telespectadores cómo, siendo una niña, se había sentido abandonada por unos padres que siempre estaban ausentes. Se la veía muy resentida con ellos, al mismo tiempo que se enorgullecía de haberles dejado de hablar. Era una actitud un tanto extraña. Había rencor y al mismo tiempo venganza.
Sinceramente, no conozco a sus padres ni cómo se han comportado con ella, pero sí conozco la vida de algunas personas que últimamente exhiben su mismo comportamiento, así que permítanme dudar de ese supuesto maltrato por varias razones.
En primer lugar, como Hernand, muchas de esas personas pertenecen a la clase media y han sido criadas en una cierta abundancia, no solo alimentaria o higiénica, sino también educativa o cultural, algo que revela las atenciones de sus respectivas familias para con ellos. Por muchos errores que hayan cometido, no se les puede culpar de obrar malintencionadamente. Ningún hijo viene con un manual bajo el brazo.
En segundo término, este tipo de individuos se aferran a un perfil victimista a pesar de ser personas bien posicionadas laboral y socialmente. Esto nos deja entrever un cierto cinismo pues, si bien el éxito personal no es directamente proporcional a la felicidad, ayuda a la hora de afrontarla. Parapetarse tras los traumas del pasado es una excusa para no enfrentarse a los retos del futuro.
Por último, cabe hablar de irresponsabilidad. Ser feliz, aunque muchos terapeutas y psicólogos actuales se empeñen en lo contrario, es una cuestión personal y, en gran medida, tiene que ver con la actitud frente a la vida. No podemos hacer responsables a quienes nos rodean de nuestra infelicidad, sobre todo cuando lo único que han hecho es aligerarnos la carga y allanarnos el camino.
Por todo esto, creo que esas ideas no son más que espejismos que han ido adoptando forma gracias a su incapacidad para gestionar percepciones y emociones. Es más fácil buscar culpables, castigar a quienes están cerca y desligarte de tu búsqueda, que crecer, avanzar y atender a los cambios con responsabilidad afectiva.
Y mientras unos se alejan de sus familias, otros se pirran por tener una. Como el protagonista del clásico de Janet y Allan Ahlberg. ¡Adiós, chiquitín! (no sé si recordarán la edición anterior que llevaba por título ¡Adiós, pequeño!) acaba de ser publicado por Babulinka Books, la casa que ya ha recuperado algunos títulos de estos ingleses, y toca reseñarlo.
En este libro nos adentramos en la concienzuda búsqueda de una familia que lleva a cabo un chiquillo. Acompañado de un gato, un osito de peluche y una gallina de juguete, el protagonista se lanza a la aventura para encontrarla. Primero se topa con el abuelo y después con su mamá. ¿Y su padre? ¿Conseguirá uno a medida?
Con este argumento tan sencillo, los autores nos acercan al universo de los hijos abandonados, las familias desestructuradas e incluso a los niños huérfanos y sus procesos adoptivos. Una especie de viaje iniciático (nadie sabe si real o imaginario) donde la magia tiene su protagonismo. Por eso, cualquier interpretación es posible ante una realidad que puede entrañar cuestiones personales (¿Seríamos capaces de vivir solos?) o didácticas (¿Sabrán los lectores quiénes configuran la unidad familiar? ¿Hay muchas familias posibles?).
Del mismo modo, todo se llena de metáforas para aupar la institución familiar, la unidad social básica dentro del reino animal (un día hablaré largo y tendido sobre la biología de la familia y sus bonanzas evolutivas). Reconocimiento intergeneracional, identidad grupal, cooperación… Podríamos hablar de muchas cosas sobre este libro que, ilustrado de una manera tradicional, nos invita a descubrir a los miembros de esta familia tan peculiar, pero yo prefiero dejarles con su lectura para que indaguen en la suya.
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