martes, 17 de noviembre de 2020

Una pizca de autocrítica


Estoy hasta las narices de una sociedad tan frágil como esta que ¿vivimos? Tanto es así que he empezado a rodearme de personas con cierta autocrítica en vez de ofendiditos, que son como los triunfitos pero sin dar el cante. Lo siento pero ya no estoy para hostias, máxime cuando parece que no se puede decir ni opinar… Entre los acomplejados de turno, los censores del régimen, las leyes mordaza y el ministerio de la verdad, están agotando mi paciencia. 
A todo quisqui le pasa algo, todos necesitan terapeutas, palmeros y coba, mucha coba, no sea que se hernien al mirar para sus adentros. ¿Acaso no sería más práctico comenzar por uno mismo y dejar en paz al resto? Empiezo a pensar que ese victimismo individual que llena todos los ámbitos es un lastre asqueroso que, como una jaula dorada, no nos deja entender el mundo ni tampoco querernos. 


Si no hablas porque no hablas, si dices porque dices. No se puede opinar de nada ni de nadie, solo dejar que te entierren bajo toneladas de sus mierdas. ¡Ea! No vaya a ser que se molesten y te tachen de esto, de lo otro o de vete-tú-a-saber (¡La imaginación al poder!). Quizá las cosas vayan más allá y te censuren, te traten de apestado y como guinda, te denuncien a sus inquisidores. “Libertad” le llaman. 


Ya llevo unos cuantos “amigos” que, por sacudirle la herrumbre a sus vidas (alguien tendrá que hacerlo, porque ellos solo saben rebozarse) me han pedido el divorcio. Yo lo respeto (si no estamos en sintonía, adiós muy buenas), pero vaticino que no seré el primero ni el último (o quizá sí, que a pesar de mis modales, sé querer bien y aguanto lo que otros no aguantan). 
Les llenan la cabeza de empatía, inteligencia emocional, sororidad, respeto y escucha activa, pero ¿y el mundo donde queda? A la gente le han dicho que se lo merece todo pero que no practique nada. Pobrecitos ellos, salvadores de un mundo pueril y estéril. 


En vez de libros de autoayuda y algún que otro coach místico (¡Qué empalagosos son!), les recomiendo un título magnífico con el que curarse -de verdad- de todos esos males. No podía ser otro que Ese robot soy yo de Shinsuke Yoshitake (Libros del Zorro Rojo) que sin yogui-pilates ni bebidas sin lactosa, nos introduce en el universo más humano y menos autocomplaciente de los álbumes ilustrados. En él, Kenta, su protagonista, decide adquirir un robot para que se haga pasar por él cuando le toque realizar las tareas más tediosas de su existencia. De camino a casa, el robot le pide que le explique quién es y cómo es, qué le gusta y qué no, un sinfín de detalles necesarios para realizar un papel impecable de cara a su madre y otros adultos. 


Con el humor al que nos tiene acostumbrados, Yoshitake, se atreve con una oda maravillosa al existencialismo y el viaje interior, uno que se extrapola a cualquier lector que lo agarre en sus manos y busque un espejo aunque distintos reflejos en los que mirarse. Una receta inmejorable para buscar y encontrar. Y si ni por estas se hallan, tendré que dejarlos mirándose el ombligo y seguir ejerciendo mis labores de monstruo, que robots ya hay bastantes.

3 comentarios:

Raquel Sampedro dijo...

Sí, mucho ofendidito, menos cuando sin ellos los ofensores. Dirán que es porque dicen "verdades" como puños... En fin. Que también estoy harta de tanto buenismo, pero todo políticamente correcto, sólo para un lado,...

Raquel Sampedro dijo...

Y todo ello reflejado en los libros infantiles para crear borregos

Maku Carroquino dijo...

No puedo estar más de acuerdo con tus reflexiones. El libro tiene tan buena pinta, que no me queda más remedio que conseguirlo. Gracias.