Móviles de última generación, redes sociales, videojuegos o el mundo del cibersexo están a la orden del día, no sólo entre niños y adolescentes, unos con quienes paso gran parte del día y me tienen al corriente de las novedades, sino entre los adultos.
No se engañen, todos vivimos embobados frente a las pantallas de nuestros smartphones, tablets u ordenadores. Aun así, es curioso cómo se demoniza la tecnología que consumen críos y jóvenes, unos que se presuponen irresponsables y sin autoridad moral para hacerlo. ¿Por qué ellos no pueden usarlos libremente, pero sus padres pueden sumergirse en ellos durante horas sin que pase nada?
Lejos del anacronismo, los prejuicios intergeneracionales, la brecha digital, el analfabetismo tecnológico o el uso delictivo de las TIC, hay una realidad impepinable: gran parte de la población infantil y juvenil de este país (un 71% aproximadamente) utiliza todos los días los dispositivos electrónicos y desarrolla su tiempo de ocio en base a juegos o recursos digitales.
Esta cifra/razón es más que suficiente para plantearnos un debate serio sobre el presente y el futuro del ocio infanto-juvenil en sociedades como la nuestra, en la que los hábitos han cambiado enormemente durante los últimos veinticinco años y que, junto a otras realidades, está acarreando lo que se denomina la desinfantilización de la infancia.
Con este panorama toca hacerse preguntas como ¿Es posible la socialización a través de los videojuegos? ¿Desarrollan y potencian el lenguaje verbal las narrativas digitales? ¿Construyen, diversifican y amplían el discurso cultural? ¿Ayudan a la comprensión del mundo? ¿Cualquier producto digital se puede considerar desde el prisma cultural? ¿Sustitutivas o complementarias?
Sobre las primeras no tengo ni la más mínima idea, pues consumo y conozco poco estos productos. Creo que es algo que deberían tratar los especialistas en hipertextos y contenidos digitales, o los creadores de apps, interfaces de usuario y juegos interactivos. No obstante y desde mi posición como educador, sí me veo capaz de aportar alguna consideración a la última pregunta.
Teniendo en cuenta el desastre educativo, sobre todo en lo que se refiere a lectura instrumental y comprensión lectora que constato una y otra vez en mis aulas, puedo decir que aquellos alumnos que consumen estos productos de forma masiva no destacan especialmente en expresión verbal, ni escrita, ni hablada.
No es de extrañar, pues frente a las pantallas y los joystick, ecosistemas donde el lenguaje gráfico es la clave, tenemos el libro, un espacio donde prima la palabra y que, a pesar del empeño de los gurús culturales, ha visto descender enormemente sus adeptos desde las trincheras infanto-juveniles, más todavía los del ala masculina.
En parte me duele y en parte me preocupa. Me duele porque son dos realidades que no deberían ser excluyentes pero que, sin embargo, lo son a merced de mercados donde interesa más la diversificación de productos que amplíen los foros de consumo, que el enriquecimiento cultural. Me preocupa porque veo cómo la balanza se inclina hacia uno de los lados y supone una pérdida de capital intelectual para las generaciones actuales y venideras.
Aparte de todo esto y avisándoles de que no tengo nada en contra del móvil ni del ordenador, de hecho son dos de mis herramientas de trabajo fundamentales, no sólo para ensalzar la LIJ, sino para mantenerme informado, desarrollar actividades y contenidos, o escribir, sí debo decirles que creo que vivimos absorbidos -y absortos- por todos estos dispositivos, algo que debería, como mínimo, darnos por pensar en lo improductivo que rodea cualquier vicio.
Es así como llegan a las estanterías libros como los que hoy acompañan a esta pequeña reflexión y nos hablan de un modo u otro de la necesidad de dejar el móvil a un lado. Críticos tanto con padres, como con hijos engatusados por todo tipo de pantallas, todos ellos plantean una ruptura con estos aparatos para disfrutar de otra serie de quehaceres que nos estamos perdiendo.
Lo dicho. A veces, apagar un rato todos sus dispositivos y mírense a los ojos, no sea que se les olvide que de abrazos y miradas también vive el ser humano.
Beatrice Alemagna. Un gran día de nada. Combel.
Ilan Brenman y Rocío Bonilla. ¿Jugamos? Algar.
André Carrilho. La niña de los ojos ocupados. Thule.
Helen Docherty y Thomas Docherty. La zampa pantallas. Maeva Young
Amélie Javaux y Annick Masson. Una familia desconectada. Laberinto.
Philippe de Kemmeter. Papá está conectado. SM.
Patrick McDonnell. Tek, el niño moderno de las cavernas. Océano Travesía.
Paula Merlán y Concha Pasamar. Algo está pasando en la ciudad. Cuento de luz.
Marina Núñez y Avi Ofer. Atrapamiradas. Kalandraka.
Pilar Serrano y Anna Font. Cuando la tecnología secuestró a mi familia. Tramuntana.
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