No teniendo bastante con
los partidos animalistas, se ha sucedido en España la revolución
vegana y -¡cómo no!- tengo que destripar este fenómeno
fotosintético para deshuevarme un rato (¡Qué buenos momentos me
está procurando este desmadre colectivo!).
Aunque cabe decir que
estos rollos vegetarianos vienen de lejos, claro está (no se olviden
del jipismo, de la revista Integral y
de mis compañeros de facultad), hay que tener en cuenta el
componente temporal que, como en todas las modas, los hace resurgir.
Y es que a los hipster les ha dado por engullir eco-lechuga... No voy
a negar que esto le venga de puta madre a nuestro sector agrícola (creo que
el más grande de todo el entorno europeo), ni que a algunos les
depure el karma hincharse de tomate y soja, pero no sé hasta qué
punto este hábito puede contribuir a mejorar nuestra salud,
hermanarnos con la madre Naturaleza y afianzar el respeto hacia
nuestros hermanos los animales (incluidas cucarachas, parásitos
intestinales y ratas... criaturicas de Dios...).
Si atendemos a los
factores metabólicos y teniendo en cuenta que las proteínas de las
plantas difieren bastante de las de nuestro organismo por un mero
factor evolutivo, y que no son capaces de aportar sustancias como la
vitamina B-12, tenemos el primer frente ante esa nutrición
supuestamente completa que puede aportarnos una dieta de procedencia
exclusivamente vegetal (llamo la atención entre la diferencia que
existe entre alimentación y nutrición). Esto obliga a numerosos
veganos a consumir suplementos nutricionales que en la mayor parte de
los casos tienen un origen sintético (¡A la mierda nuestra
integridad de naturópatas!), algo que me parece una incongruencia
(¿Enriquecer más todavía a las farmaceúticas? Ni de coña). Lo
que sí es de locos son las dietas infantiles vegetarianas (y me
callo por no caer en el insulto...).
También tenemos a
aquellos que echan mano de la horticultura ecológica (daría lo que
fuese por ver el derroche de agua, el empobrecimiento del suelo, la
adición de abonos industriales y plaguicidas de síntesis que
utilizan/llevan a cabo muchos en sus huertos de ecologistas
concienciados que poco tienen que ver con el respeto a los procesos
naturales), de los que -se creen- no consumen productos transgénicos
(Buenos días, aquí la Monsanto©,
¿qué desea?) o de los bancos de germoplasma y las variedades de
cultivo tradicionales (¿Y dónde quedan las razas ganaderas
autóctonas?). Pero déjenme decirles: ¿en qué porcentaje
contribuye esto a hacerles una vida más sana y respetuosa con el
medio ambiente? Creo que los discos de vinilo, la sacarina, el
teléfono móvil, las cámaras fotográficas o las minas de coltán
son pruebas fidedignas de que nuestro ocio impacta mucho más sobre
el medio ambiente que nuestra alimentación.
Terminemos con el
tema animal, el más gracioso de todos... Desde tiempos inmemoriales,
gatos, vacas, perros, cerdos, conejos y jilgueros han entrado en los
hogares con un fin determinado (salvaguardas, exterminadores, productores lácteos, cárnicos o cantores), pero ahora, no sé
qué mosca nos ha picado para convertirlos en meros juguetes o
acompañantes (¡Mamaaa, quiero una cabraaaa!). Si a ello le unimos
que nos vemos obligados a vivir en cajas de cerillas (a mi modo de
verlo, jaulas grandes) poco aptas para su quehaceres cotidianos, la
cosa se va de madre (¿Acaso eso no es maltrato?).
También hay mucha
tontería y poca educación con las mascotas: las veo en el metro,
durmiendo sobre las camas o comiendo en los bares, algo que, a pesar
del cariño que cada cual les tenga, yo sigo diciendo aquello de
“cada uno en su casa y el burro en la linde” (que no a todos nos
va el pelo y, ante todo, respeto).
Por último y hablando de taxonomía, les invito a que indaguen en las relaciones filogenéticas entre hongos y animales, y constaten que están más próximos de estos que de las plantas (un nuevo alimento vetado).
Y ahora, mi alegato:
No soy partidario de obligar a la dieta omnívora (que cada uno coma lo que le plazca, de hecho me encanta la dieta vegana). Tampoco de abusar de los producto cárnicos (la dieta tradicional incluye mucha
legumbre, hortaliza, verdura, buenos mojes, pipirranas y asadillos,
aunque alguna vez le peguemos un buen viaje a la tripa de chorizo). Aborrezco el modo en el que se cría al ganado y el impacto que las
grandes explotaciones pecuarias tienen sobre nuestro mundo. Pero
también he de decir que el modus operandi de muchos vegetarianos deja
en evidencia una vez más que los humanos, lejos de hacer gala de esa
razón que los millones de años de evolución nos han regalado,
sacamos de quicio las cosas, nos vamos a los extremos y nos
decantamos por el integrismo y la demagogia (un clásico).
Así que, harto de reír
y como buen botánico, me voy a poner a leer El niño semilla (Greenling en inglés) de Levi
Pinfold (editado por Nubeocho en castellano y Templar en la edición inglesa) mientras disfruto de la primavera, el hortal y sus favores. Me gustan las plantas, adoro las plantas, son parte de mi vida, adoro su simbolismo, exotismo y vigor, así que prefiero disfrutar de la belleza que recogen discursos como los de este libro, que de otros más utilitaristas. Y no hay nada más verde que decir.
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