Me encantan los lápices. De grafito o de colores, para escribir o dibujar. Diferentes durezas, acuarelables, redondos, triangulares o hexagonales, con goma o sin ella. Nuevos o muy desgastados. Todos me valen mientras pueda escribir o dibujar con ellos. Cada lápiz tiene un alma única e irrepetible.
Si además tenemos en cuenta que en torno a ellos se desarrolla todo un elenco de ingenios que colaboran en la tarea, más todavía. Gomas de borrar (mis favoritas son las clásicas cuadradas y las de miga de pan), sacapuntas (ninguno como los “Puntax” de toda la vida) y “apuralápices” (el otro día me dijeron que los ergonómicos son una maravilla).
Hace años aprendí que el lápiz es el mejor aliado de cualquiera que se preste a la experimentación y la creatividad. Básicamente porque el agua no hace nada contra él (¿Se imaginan recopilando datos en mitad de la lluvia?), no mancha (si el grafito es duro), es ligero y su trazo ayuda a las correcciones.
Cuando eres pequeño y empiezas a utilizarlos, crea una extraña sensación, una casi dependencia que con el paso de los años se transforma en ritual. Coge un lápiz, elige el tamaño adecuado, afila la punta, observas como se riza la viruta, brota el aroma a madera, lo acercas al papel y esperas que brote ese sonido áspero y seco.
Si bien es cierto que últimamente están siendo desbancados por los medios digitales, todavía muchos optamos por el romanticismo de un objeto que nació en la Inglaterra del siglo XVI para que los pastores marcaran las ovejas con barras de grafito envainadas en piel.
Más tarde los Bernacotti, una pareja de fabricantes italianos, desarrollaron la técnica de la carcasa de madera. De esta manera, el lápiz se fabricó hasta el siglo XVIII con grafito y un cilindro de madera de cedro constituido por dos partes que se unían.
A partir del siglo XVIII, y gracias a las innovaciones del militar francés Conté, la mina interior empezó a ser sustituida por una mezcla de grafito y arcilla, un procedimiento que abarataría costes y daría lugar a los lápices de colores añadiendo pigmentos. Más tarde este sistema sería perfeccionado por Hardtmuth a principios del XIX, dando lugar a la escala de dureza que hoy se conoce y va desde el 9H (muy duro) al 9B (muy blando).
En el siglo XX, el lápiz fue desbancado por el portaminas, una revolución que desterró el sacapuntas de los estuches escolares, pero ayudó al ahorro de materia prima. Tanto fue así, que hoy en día la madera es sustituida por plásticos y diferentes polímeros muy parecidos a ella.
Faber-Castell, Caran d’Ache, Derwent, Staedler, Bruynzeel, Cretacolor, Koh-i-noor… Hay tantas marcas de calidad en el mercado que no sé cuál habrá elegido Hyeeun Kim para desarrollar su ópera prima. Titulada El lápiz y publicada por Libros del Zorro Rojo en nuestro país, este libro sin palabras o “silent book” explora la idea del origen y fin de las cosas, concretamente la de algo tan, aparentemente, insignificante como un lápiz.
Todo empieza con las virutas de un lápiz. Caen al suelo y se transforman en una suerte de vegetación que crece exuberante. Un bosque lleno de todo tipo de animales. Las aves vuelan formando composiciones sinuosas. Pero de repente, alguien llega y tala los árboles y se los lleva a una fábrica. ¿Cuál será el destino de su madera?
En este libro casi circular elaborado íntegramente a lápiz, la autora nos propone una doble lectura en la que la relación entre nuestras manufacturas y el desarrollo sostenible tiene mucho que decir. Una muy buena secuenciación, elementos evocadores, y lo limitado de su paleta son algunos puntos que ensalzan la calidad de un álbum honesto y sin demasiadas pretensiones que funciona perfectamente ante cualquier tipo de espectador.
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