En todas las familias rezuma la mierda. Solo que en algunas se tapa y en otras, rebosa.
Contrarios que meten baza, montones de hermanos, suegros y consuegros, enfermedades varias, envidias infundadas, comparaciones odiosas, susceptibilidades, dinero y herencias, rencillas del pasado, nefasta convivencia, favores y sacrificios, intereses, traumas y vergüenzas. El que no haya sufrido nada de esto en el seno familiar que levante la mano.
Nadie dijo que las familias fuesen fáciles, ni que todas fuesen felices de la misma manera, como apuntaba Tolstoi. Por ello hay que aprender a gestionarlo y no pasarse el día rumiando, que, echando mano de otro grande, “el dolor que no habla, gime en el corazón hasta romperlo”.
Lo más típico es liarse a voces y descargarse a gusto, aunque ahora con el guasap y la impostura, todo es más críptico y educado (no sé qué es peor, si escuchar ciertas cosas una vez o recrearse en ellas). Hay gente que pasa de todo y lo lleva como puede, otros que parece que pasan, pero siguen con su tole-tole, y los de allá se buscan un mal psicólogo para que empercuda y no solucione. Los más, lloran en un rincón de vez en cuando, y los menos se refugian en su familia putativa, o incluso forman una pensando que se van a librar de la que antecede. Caso aparte merecen quienes deciden dar la vuelta al mundo, enrolarse en una tribu sioux o dedicarse al hedonismo avanzado.
Pero nada. Al final todo sigue igual por mucho empeño que pongamos. Nada cambia y todo fluye hacia la incompetencia familiar, una que en España duele más si cabe.
No es que yo lo diga. Es un hecho constatado que, en los países mediterráneos, tan matriarcales, tan revueltos y tan viscerales, la familia constituye el pilar de las relaciones y emociones. Dependemos de las familias. Nos las llevamos puestas a cualquier parte. A las bodas y los cumpleaños, a la puerta del colegio y a los parques, a los bares y al cementerio, al banco y al notario. Omnipresentes aunque no queramos, vale más sufrirlas de tanto en cuanto, que intentar soterrarlas bajo toneladas de reproches.
Y como colofón a esta perorata que les habrá robado alguna sonrisa (lágrimas no, por favor), les traigo La pequeña familia, un libro de Sesyle Joslin y el genial John Alcorn que acaba de publicar en nuestro país la editorial Kalandraka.
Aunque cabría esperar un tratado sobre familias, este álbum está compuesto por cuatro episodios independientes. La primera historia, la que da título al libro, habla de una pequeña familia que ve tambaleada su existencia por culpa de una visita inesperada. La segunda lleva por título El banquete y nos invita a disfrutar de la comida. La número tres se llama El payaso y cuenta la historia de un payaso que se atreve con todo tipo de malabarismos hasta que... El libro termina con La bella dama, un relato sobre una señorita muy misteriosa.
En la misma línea que La fiesta, otro álbum descatalogado hace mil años, utiliza el recurso de las historias acumulativas, unas en las se van añadiendo elementos conforme pasamos las páginas. Además de detalles narrativos fabulosos (el uso del espejo en la última historia es una verdadera delicia), todas tienen una estructura de sketch que, además de breves, enfatizan el final efectista de cada una.
Si a ello añadimos el apartado bilingüe final donde se recogen todos los elementos que han participado en las cuatro historias, el resultado es un libro estupendo para prelectores y primeros lectores que los merecen.
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