Berghain de Rosalía. No sé si le han echado un ojo. Yo sí y concluyo que es una intentona exagerada de esas quimeras pop que tanto ahondan en la provocación. Que si lo sagrado, que si lo mundano, que si la Virgen María y la anunciación del Señor. Ella, ella y siempre ella. Comprando, fregando, planchando. Mozart para empezar y Björk para terminar. Le ha faltado invitar a Wagner y David Guetta en ese horror vacui que se ha marcado. La catalana, sin jamón, que a fin de cuentas, es de lo más insulso.
Cuando Madonna coleaba, el mundo era un lugar mejor. Cuando Mónica Naranjo se dejó el agua oxigenada y le dio por la lírica, lo hizo dignamente. Hasta Lady Gaga supo embutirse en sus John Galiano y no terminar desnucada. Al menos hacían lo mejor que sabían, no como esta empresaria metida a cantante que se ha sacado el revoltijo que tenía en las tripas y lo ha servido en bandeja de plata a ofendiditos, tullidos emocionales y aspirantes a culturetas.
Haciendo gala de esa espiritualidad casposa que rellena occidente, los que hace unos años pedían la cabeza del Papa, ahora toman el té con esta beata contemporánea y se dan golpes de pecho como mártires de vanguardia. Al menos Britney Spears y Mariah Carey lo tenían claro: creyentes, pero a rebosar de miseria. Nena, si te humillas y te blanqueas, corres el riesgo de terminar como Katy Perry en una fiesta de mormones.
A mí, personalmente, la excentricidad siempre me ha parecido de un empobrecimiento creativo sin parangón, porque cuando la honestidad se recubre de esa pátina recurrente por la que tanta pobreza asoma, mejor retírate. Que a la larga, vivir cegado por tus pedos de colores suena a pataleta. Resumiendo: prefiero el one hit wonder sonando en bucle, a toda una vida dedicada a la mentira, ¡so’ pretenciosa!
Y desde esta sala de despiece en la que disfruto escuchando a Frank Ocean, Rusowsky o la Paquera de Jerez, me aferro a mis convicciones artísticas gracias a El tiempo del capitán Brett, lo último de Blexbolex (Libros del Zorro Rojo). Y es que este señor sí que sabe dar en el clavo sin tanto aspaviento.
En esta ocasión nos cuenta la historia de Hyéronimus, un chiquillo que por diversas circunstancias tiene que pasar un verano alejado de sus padres en casa de su tío Timothéus. Advertido por este y Mathilda, su sirvienta, de los peligros que entraña la ciudad, Hyéronimus se lo pasa todo por el forro y decide explorar calles, puertos y canales del lugar y, cómo no, acaba perdido. En esto que, como por arte de magia, aparece un barco pirata con una tripulación la mar de inquietante y liderada por el capitán que da nombre al libro. Hecho prisionero y obligado a participar en sus maldades, empieza una serie de aventuras en las que un secreto familiar es la clave.
La verdad que el libro da para mucho, pues utiliza referencias clásicas de la LIJ. El niño en su soledad, un tío con una vida desconocida y excéntrica, las historias de piratas y fantasmas, animales humanizados, el número 3 (tres encuentros y tres personajes) y un final que da para cavilar mucho. Todo se engrana a la perfección en las 176 páginas que lo componen y permite al lector disfrutar de un relato diferente y muy enriquecido, no solo gracias al lenguaje utilizado, sino a un discurso caleidoscópico en el que caben muchas interpretaciones.
Bernard Granger, verdadero nombre del autor, ahonda una vez más en la simbología para crear una atmosfera sugerente donde realidad y ficción se dan la mano gracias a misterios sin resolver. ¿Quién se esconde tras la máscara de la misteriosa niña que acompaña al capitán Brett? ¿Qué empeño tiene el dichoso capitán en coincidir con él? ¿Por qué Timotheus termina enloqueciendo tras la marcha de su sobrino? o ¿Cómo diantres sale volando una iglesia a modo de cohete? Son tantas las preguntas que se atisban en una lectura mitad juego mitad fantasía, que cualquiera se lo puede pasar en grande.
Y ahora, buceando en el significado profundo que me suscita esta narración pienso en voz alta que el capitán Brett no deja de ser un alter ego de Long John Silver, una reencarnación de ese espíritu travieso que aboga por la maldad, que reside en cada uno de nosotros y nos incita a trasgredir las reglas, a dejarnos llevar por nuestros deseos y abandonarnos a nuestra suerte más subversiva. Un tormento infantil que subyace en cada adulto y que, por arte de magia, puede despertar en cualquier momento por mucho que lo queramos controlar.
Si a todo esto unimos una cuidada puesta en escena que hace las delicias de los amantes del álbum, la novela gráfica y el objeto-libro, la cosa pinta muy bien. Una camisa con forma de mapa (un tanto indescifrable, como la vida misma), montones de referencias artísticas (me encantan los guiños a los edificios de Le Corbusier), una cubierta que simula esa bandera que tanto ondea entre las páginas, un papel de tacto apergaminado y crujiente, la tipografía enlazada y unas ilustraciones donde se intuye una técnica más clásica (lo suyo ya saben que es la serigrafía) construyen esta tarta deliciosa que deben saborear lentamente.

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