Llevo muy mal que me engañen, sobre todo a la hora de hacer la compra. Eso de que te gastes un dineral en unos tomates esperando que sepan a gloria y cuando les hincas el diente te encuentras con el sumum de lo insípido me saca de mis casillas. O cuando la dependienta te promete que esa camiseta que miras con recelo no va a encoger ni en agua hirviendo y a los dos lavados parece el top crop que llevaba Britney Spears en el parvulario. Y si no, los móviles y derivados…
En definitiva, hay que andarse con mucho ojo porque, a la menor distracción, te la meten doblada. Y no es que yo desconfíe de los comerciantes, pero me gusta estar informado y sopesar pros y contras. Como dice mi padre, soy muy mirado, sobre todo porque me cuesta mucho trabajo ganar cuatro duros, como para que llegue un tendero y se aproveche de mí. Al menos, espero honestidad. Y si no, que se preparen…
Lo primero es que un servidor, con sus cuartos va donde quiere. No le rindo pleitesía a nadie por muchos años que sea cliente suyo. Si reincide en sus amaños y apaños, que se olvide de mí. Lo segundo es que ya sabe el que me conoce, que rostro tengo y lenguaraz soy un rato. ¡Ay de ti si me vendiste los mejillones en mal estado, la silla coja o el reloj escacharrado!
Eso sí, cualquiera puede errar o equivocarse y con una disculpa y buena disposición, el entuerto puede enmendarse. Hay veces que muchos productos vienen defectuosos desde la propia fábrica y procede el cambio, otras que los alimentos no son lo que parecían y hay que compensar al cliente o que simplemente ciertos objetos no son lo que esperábamos cuando los sacamos de la caja y queremos cambiarlos por otros.
Precisamente en esto se basa el ¡Ay, caramba! de Michael Rosen y Helen Oxenbury, un libro con mucha sorpresa y guasa que acaba de publicar la editorial Ekaré en nuestro país. En este álbum, un chavalín va a la tienda a comprar zanahorias y tras esperar una hora, el dependiente le entrega un paquete, pero cuando llega a casa y lo abre ¡se encuentra un loro que no para de parlotear! Más tarde quiere hacerse con un sombrero, pero al abrir su envoltorio se da cuenta de que es un gato que maúlla. Así, los equívocos se suceden una y otra vez, hasta que la casa del protagonista parece un zoológico en el que los animales se llevan a matar. ¿Qué hará para solucionarlo y al mismo tiempo recuperar todo lo que ha ido a comprar?
Los creadores del mítico Vamos a cazar un oso, nos sumergen esta vez en una historia acumulativa donde una concatenación de errores convierte el resultado en un desastre monumental bien simpático. Gracias a rimas sencillas, onomatopeyas animales y los juegos de adivinanzas que esconden las páginas (N.B.: Aparte del objeto-libro ¿se han fijado en las pequeñas pistas que sobresalen de cada paquete?), este álbum con frases mágicas incluidas (Me imagino a todos los niños repitiéndolas, e incluso cambiándolas a su antojo, y reboso de felicidad) es una apuesta inmejorable para prelectores y primeros lectores que quieren jugar e interactuar con las palabras y el disparate.
Ilustraciones de corte clásico que nunca pasan de moda, guardas peritextuales, la alternancia de imágenes enmarcadas y otras que no (les dejo que piensen su efecto en la lectura), fauna doméstica y no tan doméstica (¡Peligro, peligro!), una caracterización inmejorable de todos los personajes (fíjense en los gestos de humanos y animales y esbocen una sonrisa) y el acto cotidiano de hacer recados (¿A qué niño no le gusta ir a comprar el pan o la fruta con las manos llenas de calderilla?) convertirán este álbum en el favorito de muchos lectores. Yo incluido.
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