En estos días de excesos gastronómicos en los que todo el mundo cuenta lo que se ha metido en el buche, uno empieza a cavilar sobre los platos que llenan la Navidad española y concluye que hasta en la comida se han instaurado las modas.
Si la memoria no me falla, en los años 80 el besugo al horno era lo más. Empezaron a ponerse de moda el jamón, los embutidos, las gambas, los langostinos cocidos, el cóctel de marisco y las ensaladillas. En lo que a carnes se refiere, empezaban a verse los primeros pavos y pollos rellenos y despegaron con fuerza los asados de cochinillo y cordero. A la hora del postre empezaron a combinarse turrones y mazapanes con bombones y chocolates.
Esta tendencia continuó hasta finales de los noventa, cuando se introdujo cierta sofisticación en los menús favorecida por una economía más boyante que perduró hasta la primera década de los 2000. Caviar, ostras, patés, dátiles con beicon, pescados ahumados y salazones. Setas, cremas de ave y pescado, pasta rellena y quiché francesa. Merluza al cava, solomillo Wellington, roastbeef, pulardas y rodaballos, carrilleras y magret de pato.
El tiempo discurre y llegamos al ahora, la época que sigue tras la crisis económica. Un momento en el que convive todo lo anterior con una profunda debacle culinaria (¿Quién hace de comer?) y una amplia gama de necesidades dietéticas que van desde las intolerancias hasta el veganismo. Todo esto unido al avance de la comida para llevar, nos presentan una variedad más que asombrosa en los menús navideños actuales.
Y antes de todo esto ¿qué? En otro tiempo, la Navidad no fue una época de excesos. Primero, porque no había dinero. Y segundo, porque era una fiesta religiosa donde la austeridad y el ayuno iban de la mano. En todas las regiones de España se usaba la cuchara para cenar y las cazuelas bullían en el fuego durante la tarde. Sopas, escudellas, arroces, cocidos, guisos de pescado, estofados y calderetas. Hacía frío, faltaban calorías y se usaba lo que pillaba a mano. Patatas, verdura, casquería, pan, tocino, embutido y mucho magro.
De todos ellos, hay un guiso navideño del que siempre se habla en mi casa, el pollo en pepitoria, un plato muy típico en el centro de la Península, que en La Mancha y el Levante se entremezcla con el potaje a base de unas pelotas hechas a base de pan desmigado y la sangre del pollo. Y así, con pollo, almendras, huevo cocido, ajo, caldo y azafrán, llegamos a El equívoco, un librito de Erich Fried, ilustrado por Ignasi Blanch y publicado en nuestro país por Lóguez.
Cada vez que su dueña se acerca a darles de comer, los pollos de un gallinero salen despavoridos. Les da muy mala espina esa mujer pelirroja de pico azulado que les da pienso y agua. Un recelo que aumenta conforme aprenden a leer y se encuentran con un anuncio en el periódico que reza “Ojos de gallo. Se arrancan rápida y fácilmente”. Ante la locura desatada entre los jovenzuelos del corral, su madre, una gallina sabia y experimentada, tendrá que amainar el temporal y tranquilizar sus ánimos pues ella sabe muy bien que esa mujer es nunca les hará daño, pues es su bienhechora.
Aunque pequeñito (16x16 cm) y aparentemente inofensivo, este libro es de una perversidad encantadora por varias razones. Por otro lado, tiene un mensaje bastante complejo. Nos damos cuenta del arma de doble filo que significa el discurso buenista de la madre, pues hace dudar a sus hijos sobre su propia perspectiva. ¿Acaso están ciegos? ¿Acaso la invalida su edad? Probablemente sea bienintencionado y proteccionista, pero hacemos bien poniendo en entredicho su punto de vista porque, primero, su experiencia como vieja gallina ponedora no es comparable con la de unos hijos criados por su carne jugosa, y segundo, lo utiliza de corsé frente a la subversión infantil, cosa que abunda mucho en ese universo adulto del que tanto nos apartamos los monstruos.
No se esperen fuegos artificiales de este álbum, pero denle muchas oportunidades para conversar. Esconde muchos debates, no solo sobre padres e hijos, sino sobre temas más sustanciales como el tándem comodidad-esclavitud. Sobre los recursos narrativos apuntaré la disyunción (no se dejen engatusar por el texto y fíjense bien en las ilustraciones), los guiños lingüísticos (comparar al callista con la granjera tiene miga) y esa caracterización bien simpática de los personajes (que no falte el humor).
¡Y disfruten de la cena!




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