jueves, 18 de octubre de 2018

Gafas y miopes en la Literatura Infantil



Andaba yo buscando un contenido divertido para este mes de octubre en el que tantas  novedades incluyo, cuando mi señora madre, que tiene el don de la oportunidad, me bajó de la nube con uno de sus pellizcos, empezamos a charlar y la cosa deriva a una foto de mis alumnos en un centro de reciclado de papel (visitas escolares, ya saben). Ella, que es la obviedad en persona y le interesaba poco la celulosa, me saltó con que todos los alumnos de la instantánea usaban gafas. Yo, que soy otro cegato, me fijé y, efectivamente, conté nueve zagales con lupas, un hecho que me llevó a pensar que si en las sociedades occidentales la miopía es una epidemia, ¿por qué no abundan personajes con lentes en la Literatura Infantil y Juvenil?


Alejándonos de temas muy polémicos como los roles de género y el sexismo, y retomando otros que pasan más desapercibidos pero igualmente interesantes (¿Vieron el de los personajes pelirrojos en la LIJ?), hoy toca hablar de los gafotas de la LIJ.
Primero toca contextualizar el asunto con algo de ciencia…
La miopía es un defecto del ojo en el cual, los rayos de luz no convergen en la retina, sino en un punto focal situado delante de esta. Ello provoca que las personas que padecen esta tara no sean capaces de enfocar adecuadamente los objetos lejanos. La miopía puede ser de dos tipos, simple (es la que surge en la adolescencia, no sobrepasa las seis dioptrías y detiene su aumento alrededor de los treinta años) y patológica (muchas, muchas dioptrías). Esta deficiencia, que también puede ocasionar dolor de cabeza, irritación del ojo o estrabismo, se puede corregir con gafas, lentes de contacto o cirugía, soluciones que no erradican la miopía en ninguno de los casos (ni tan siquiera con la operación… infórmense en su oftalmólogo más cercano) ya que es variable a lo largo de la vida.


La miopía tiene su origen en factores genéticos y hereditarios. Es por ello que parejas miopes tendrán una mayor probabilidad de ser padres de hijos miopes, así como la pertenencia a una u otra raza (en algunas zonas de Asia, como en Hong Kong, necesitan gafas ¡¡entre un 50 y un 60% de sus habitantes!!). Algunos de estos genes fueron identificados hace unos años y también se relacionan con otras enfermedades oculares como el glaucoma, las cataratas o el desprendimiento de retina.
También hay que correlacionar los genes de la miopía con factores ambientales, por ello y dependiendo del lugar del mundo que habitemos, tendremos mayor probabilidad de padecerlo. Por un lado estos genes pueden haber sido seleccionados por nuestro modus vivendi ya que tienen menos prevalencia en sociedades todavía cazadoras-recolectoras (esta pérdida de visión disminuiría el éxito en la supervivencia).


Por otro lado hay que tener en cuenta que, desde que las pantallas de los aparatos digitales han irrumpido en nuestras vidas, la prevalencia de este fallo visual es más patente en unas sociedades que en otras (mientras que en África sólo un 5% de la población es miope, en Norteamérica y Europa la miopía alcanza al 20-30% de sus habitantes).
Como ya hemos visto y a pesar de que las gafas abundan cada vez más, siguen suponiendo cierto complejo estético para todos aquellos que las usan, más todavía cuando el miope es un niño y se encuentra en pleno desarrollo físico y personal. Parece que llevar gafas es como acarrear un letrero luminoso que muchos desean apagar. Quizá les puede sonar a tontería, pero un servidor experimenta mucho asombro cuando se va de copas y constata que, entre los trescientos que pululan en el bar, él y cuatro más son los únicos que las llevan puestas. Esto denota que todavía cala en la sociedad cierto deje antiestético sobre este artilugio que se supone que inventó el italiano Alessandro Della Spina en el siglo XIII (aunque muchos otros como Séneca, Alhacén o Grosseteste estudiaran los principios de la óptica mucho tiempo atrás) y que algunos, como mi amiga la Pili, no vean tres en un burro porque se avergüencen de llevarlas.


Natalia Colombo

Algo similar ocurre en la ficción literaria, donde, salvo contadas excepciones, no abundan los protagonistas con anteojos. No me malinterpreten, no  pretendo que ahora salgan a la palestra montones de álbumes que nos hablen de lo felices que somos los que llevamos gafas (una mentira como una casa, sobre todo cuando se empañan los cristales o la lluvia impide la visibilidad…), sino que los protagonistas con gafas no sean tímidos y se dejen ver entre los lectores. La literatura, los libros, contribuyen a la formación de estereotipos, es decir sirven de ejemplo, ya que los lectores se pueden identificar con los personajes y servir a una experiencia personal desde un punto de vista cultural.
Como nota previa decirles que me he centrado en aquellos libros que cuentan con protagonistas miopes ya que, curiosamente, son muchos más los personajes secundarios miopes de la LIJ, véanse amigos, adultos ayudantes o antagonistas (los malos, para que me entiendan), algo que también les puede servir para meditar sobre la relación entre las gafas y los signos de sabiduría, de inteligencia o impopularidad en los libros para niños y jóvenes.


Jim Kay

¡Y empezamos con la retahíla de este tipo de personajes...! El primero es Harry Potter, la indudable estrella del panorama de miopes literarios. Algo que me fascina de este personaje es ver como sus gafas evolucionan con él (y no me refiero a la forma). Mientras que en los primeros volúmenes esas gafas le dan un aire de niño torpe e incluso de antihéroe friki, en los últimos títulos podemos entrever cómo esas lupas, paradójicamente, le otorgan credibilidad y autoridad. Creo que esto ha contribuido mucho a la percepción que el lector tiene de ese objeto, algo que se ha trasladado a la sociedad, sobre todo a las generaciones de millenials que lucen con mucho orgullo sus gafas de pasta en Instagram y otras redes sociales.


Saltamos a nuestro miope patrio, el Manolito Gafotas de Elvira Lindo, un chico que vacila de lupas como nadie en las ocho novelas que conforman la serie, y que, como en el caso de Potter pero en un entorno más realista como el de Carabanchel Alto, vive las más variopintas aventuras. Coronándose como un héroe de barrio, es un tipo normal con  el que los lectores españoles de los noventa pudieron identificarse fácilmente. Entrañable pero no tan carismático como el primero.
En narrativa contamos con la presencia femenina de Catherine, una obra de Patrick Modiano ilustrada por Sempé en la que su protagonista vive entre dos mundos, el real y el borroso, ese en el que se ve obligada a bailar (¿¡Que es eso de hacer ejercicio con las gafas puestas!?). Es así como descubre el poder de ver con nitidez o no... a su antojo. 



Sempé

En los álbumes ilustrados hay que definir dos tendencias claras. Por un lado tenemos aquellos títulos creados con clara orientación pedagógica, es decir, intentando un refuerzo positivo en aquellos lectores con falta de aceptación sobre este tema. Y por otro lado tenemos libros en los que las gafas son un mero abalorio, que engalana y caracteriza. Aunque un servidor prefiere los segundos (no me suele gustar lo dirigido),  apuntaré a todos y cada uno que elija.


Guridi

Entre los personajes de los álbumes ilustrados uno de los que más gracia me hace es el Carlitos de Las gafas de ver, el personaje creado por Margarita del Mazo y Guridi. Este chico  vive empeñado en que las gafas son una forma de lograr el corazón de su amor platónico, pero se equivoca. Nada mejor como unas gafas para encontrar el amor verdadero. Otro libro que indaga en lo especial que tiene llevar gafas es Violeta y las gafas mágicas, un cómic de Émilie Clarke (Astiberri) en el que las lupas de la protagonista son una cosa loca y le ayudan a desvelar los secretos de la gente, algo bastante útil en algunos casos como un posible crimen o un examen sorpresa. Me encanta. 


Entre mis favoritos también se encuentran el ¿Dónde están mis gafas? de María Pascual (editorial Thule), T-Rex de Jeanne Willis y Tony Ross (editorial Ekaré) y Las gafas de Topo, de Julia Donaldson y Axel Scheffler (editorial Juventud), tres álbumes magníficos que hacen hincapié en los mil y un sitios donde podemos dejar olvidadas las gafas. El protagonista del primero nos mantiene en vilo durante toda la acción (¿Las encontrará finalmente?), mientras que el segundo nos hace ver las consecuencias que esto de no ver tres en un burro puede acarrear, tanto a nosotros, como a los demás.





María Pascual





Otro de mis predilectos es Lentes, ¿quién los necesita? de Lane Smith y editado por Fondo de Cultura Económica. El autor de este libro, además de incluir un juego tipográfico más que interesante (me recuerda a cada vez que visito al oftalmólogo y empiezan a decirme que lea las letras…), desdibuja las ilustraciones para que se parezca al tipo de visión de los miopes. Un título con mucho humor que recomiendo incansablemente.
Para echarle imaginación y echarse unas risas tienen el No quiero llevar gafas de Carla Maia de Almeida y André Letria (Picarona), uno donde su protagonista se resiste a llevar gafas, pero que al final tendrá que seguir los consejos del oftalmólogo. Seguro que se lo pasan en grande con todo el muestrario de gafas que imagina el chaval y de paso seguro que anima a más de un lector a usar las suyas.



Llamativo es el libro Las gafas del abuelo de Roberto Aliaga y Miguel Cerro (Edebé) donde se pone en valor la gafa como un filtro de imaginación a través del cual podemos cambiar el mundo a nuestro antojo.


Miguel Cerro


Continuo con Calvin, el pájaro lector (yo diría que es un estornino) que protagoniza dos álbumes ilustrados, Calvin no sabe volar y ¡Calvin, ten cuidado! de Jennifer Berne y Keith Bendis y editados por Takatuka. Un par de títulos divertidos donde se nos habla de la necesidad de llevar gafas, no sólo por capricho (cosa que veo últimamente), sino para leer adecuadamente o no comernos un mojón.
Quizá Unas gafas para Rafa de Yasmeen Ismail, una autora que suele ahondar en los complejos infantiles, sea el libro más conocido por todos, probablemente por el tono entrañable de un relato en el que el protagonista intenta incansablemente esconder sus gafas rojas para al final descubrir que todo tiene sus ventajas.


Yasmeen Ismail

Otra historia que alienta al uso de lentes graduadas es Octavio y sus gafas, un álbum de Marc González Rossell publicado por Tres Tigres Tristes que, con tan solo dos colores, nos habla de lo útiles que le resultan a su protagonista, sobre todo en mitad de la noche. Y es que en la oscuridad, Octavio puede ver monstruos, tramposos y parejas enamoradas. Un libro tranquilo y sosegado para que los críos descubran las ventajas más inusitadas y poéticas de este objeto que tanto nos ayuda.


Y como Rafa rima con gafas, otro de los libros sobre los que debemos llamar la atención es La jirafa Rafa, un boardbook con canción incorporada de Caracolino y Canizales (NubeOcho), en el que nuestra protagonista también tiene bigote (a ver si encuentro más personajes con este accesorio y me pongo al quite con otra selección de personajes y mostachos).



Otras obras que podríamos incluir en esta categoría de libro-álbumes sobre miopes son Veo veo, de Pimm Van Hest y Nynke Talsma, El secreto de erizo de Susanna Isern y Natalia Colombo, La cebra Ceci de Ana Ventura y Alberto Faria, Cecilio tiene gafas de Sacha Azcona y José Luis Navarro, Telmo, el león miope de Beatriz Jiménez de Ory y Cecilia Varela o Jaime y las gafas mágicas de Anatxu Zabalbeascoa y Telmo Rodríguez.


He de apuntar igualmente a todos aquellos álbumes que, aunque no tratan las ventajas y desventajas de llevar gafas, incluyen entre sus páginas personajes caracterizados con ellas. Este es el caso de Mirando de Daniel Nesquens y Adolfo Serra (Canica Books), Un día curioso con el señor oso de Magali Le Huche y Monika Spang (La Fragatina), SuperLucas de Marina Hernández Ávila, o el Dadá de Germano Zullo y Albertine (Ekaré) o Un elefante con gafas de Natasha Domanova (Milenio - Nandibú).


Marina Hernández Ávila


No nos podemos olvidar del cómic y todos los superhéroes que lucen anteojos. Bien para pasar inadvertidos como Clark Kent en Superman, Diana Prince en Wonder Woman, o Peter Parker en Spiderman (las gafas parece ser que nos restan identidad), bien por necesidad (fíjense en el Cíclope de los X-Men) o por una cuestión de comodidad como les pasa a Bruce Banner en Hulk o Henry Philip McKoy -Bestia en los X-Men-, hay que llevarlas puestas de vez en cuando.



Y si hablo de tebeo no me puedo olvidar de mi gafotas favorito, Mortadelo. Con disfraz o sin él siguen siendo su signo de identidad, le acompañan a todas horas y se le rompen en cada momento, pero hace las delicias de todos, oiga.


Si bien es cierto que esto pasa en occidente, debemos llamar la atención de que en oriente, más concretamente en el mundo del manga, aunque abundan personajes secundarios con gafas como Son Gohan o el Trunks de Bola de Dragón, o la Arale de Mr. Slump, o el Kabuto Yakushi de Naruto, no hay protagonistas con gafas, algo muy llamativo teniendo en cuenta el porcentaje de miopes asiáticos.


Espero que este pequeño monográfico les haya gustado y sobre todo les haya servido para reflexionar sobre una cuestión que, aunque en principio puede parecer baladí, es de suma importancia teniendo en cuenta que colegios, institutos, bibliotecas, gimnasios o pabellones deportivos están llenos de chicos que usan gafas.
¡Ah! Y no se olviden de añadir otros títulos sobre este tema que se me hayan olvidado (o no haya visto… jejeje).

miércoles, 17 de octubre de 2018

No caben las palabras



NOTA: Antes de empezar con mis disquisiciones, he de decirles (y también admitir) que la de hoy quizá sea una de las reseñas más difíciles con las que me he topado, sobre todo porque a pesar de haber hurgado dentro de mí para encontrar las palabras que definan un libro como este, creo haberlas encontrado vagamente. Espero que lo lean y me den su opinión sobre mi visión. A veces el libro-álbum nos lleva por derroteros complejos, inadvertidos, y, sobre todo, inquietantes.

*

Los libros son como las personas, que pueden parecer una cosa y luego ser otra, o por qué no, ser una cosa y parecer otra. Siempre me han fascinado esos que bajo sus dulces ademanes esconden auténticas fieras. Me seduce el peligro sin advertencias, casi enconado.
Quizá no me he expresado bien: las personas son como los libros. Libros que, aunque tímidos, no pasan inadvertidos. Te miran de frente, con los ojos bien abiertos. Te dicen “Acércate”, “Bienvenido”, “Pasa”. Y mientras unos declinan la oferta, otros giramos los goznes de la puerta para descubrir el otro lado.



Los días felices. Un título hermoso porque fueron dichosos. Tal vez triste, porque hoy no son esos días. Bernat Cormand nos avisa y nos invita. Uno, que es muy agradecido, se prepara en el sofá junto a una copa de vino tinto. Miramos al niño de la tapa. Él no nos mira. Tiene los ojos cerrados y esboza una leve sonrisa. Quizá quiere recordar esos días.


Paso las páginas y ahí están los dos, Jacob y el de la tapa, el protagonista. Me sobra una doble página. Continúo con las rosas y el cervatillo (Si me acerco a olerlas probablemente saldrá corriendo. Son hermosos pero muy asustadizos). Alguien toca al timbre. (Me gusta la gente atrevida, ¿y a quién no?). Aventuras. Un hueco en un árbol y un tesoro que habla palabras compartidas. Se rompe la magia. Llueve y la tristeza nos empapa a mí y a esos días. Vuela una mariposa que todo lo agita, y terminamos con una suma:

el mismo hueco + un hallazgo = la lágrima que recorre mi mejilla.


Entorno también los ojos. Como el niño de la tapa. Repaso las escenas. Las alegres, las contenidas. En las ilustraciones desdibujadas por la nostalgia y sus neblinas. En lo sutil de nuestros sentimientos columpiados desde los primeros años de vida. Pienso que me gustan los libros, esos que me agitan a pesar de su apariencia inofensiva, que acometen contra los prejuicios de otros, de uno mismo. Creo que a veces no caben las palabras. Porque son pequeñas, porque son muy grandes. Esa es la magia del libro-álbum.



martes, 16 de octubre de 2018

Viajando sin moverse del barrio


Estaba un día de cháchara con mi padre cuando me salta con que el mundo se rige por centros de interés demográfico y no por países, algo a lo que nos han acostumbrado a pensar. Yo suelo hacerle el caso necesario (que ya saben cómo se ponen los ancianos si les damos pábulo) y tomé nota de la receta por si acaso.
Meses más tarde me voy a Madrid, una urbe como Dios manda, metro y búho incorporados y me percato de que allí todo se mueve más rápido. La gente está puesta. En moda, tecnología, política. Se las saben todas. Lo mejor de todo es que van a su aire, sin fijarse en el de al lado. “Eso es bueno” pienso yo mientras admito que mi padre tenía razón.
A pesar de lo tumultuosas y caras que son las grandes ciudades, convendrán conmigo que también son mucho más enriquecedoras que las de provincias o los pueblos mínimos, sobre todo en lo que a apertura de mente se refiere (¿Por qué d’Hondt y sus dichosas circunscripciones no tuvieron en cuenta esta realidad? ¿Y por qué nuestros políticos no quieren revisar una ley electoral basada en ello? Es para pensárselo…), algo que en gran parte se debe a su cosmopolitismo y su condición reeducadora. Llenas de gente variopinta. Pobres y ricos, altos y bajos, feos y guapos. Personas de todo origen y condición, de aquí y de allí. Las urbes desbordan multiculturalidad por cualquier esquina.


Con esta realidad enlazo para dedicarle una reseña a un álbum de Peter Sís que es un canto a la diversidad humana de las metrópolis, que me encanta y que la editorial Ekaré ha rescatado del infierno de la descatalogación. Y es que Madlenka es un gran regalo para los monstruos, no sólo por ese aire de modernidad que destila una historia donde la niña protagonista viaja alrededor del mundo mientras visita los diferentes comercios de su barrio, sino por muchos elementos más que hay que considerar (aparte del estilo tan característico que destila un autor que mezcla los códices medievales, el puntillismo o los blocs de notas en sus ilustraciones).
En primer término decir que Peter Sís decidió que su propia hija protagonizara este libro. Emotivo ¿no?
En segundo lugar me encanta el recurso narrativo del zoom cinematográfico (Peter Sís también estudio cine, ¿se nota, eh?) que utiliza para adentrarse en la historia y en la que también intervienen las guardas y la portadilla (recuerden que este autor juega bastante con estas partes del libro, véase su El árbol de la vida, y de las que tienen más información en este monográfico sobre la anatomía narrativa del álbum). Así vemos el planeta tierra desde el espacio y un punto rojo dibujado en él. Nos acercamos cada vez más: Estados Unidos… Más todavía: Nueva York… Más: manzanas y manzanas de edificios... Más: el apartamento donde vive la familia de Madlenka.


La tercera luz de este libro es que, aunque generalmente se encuadra en la categoría de ficción, podría incluirse en la de no ficción, ya que tiene cierta vis de libro informativo por utilizar cada pareja de dobles páginas como un pequeño catálogo cultural sobre el país al que pertenece cada comerciante.


El cuarto punto es que incluye un recurso como los troqueles (recurso físico y estético), para enlazar escenas consecutivas y abrir ventanas en la imaginación de Madlenka (y los lectores, porque depende donde se sitúen estos) que, con el pasar de las páginas (podríamos decir que tiene también carácter de libro móvil… ¡Lo tiene todo!), se embeba de lo que sus vecinos le cuentan.
Por último llamo la atención sobre que el nombre de la protagonista tenga tantas variantes como lenguas se presentan en este libro. Francés, hindi, italiano, alemán, español o tibetano son las que eligió su autor para saludar a esta niña tan curiosa.


Como propina decirles que mi doble página favorita de este libro es la dedicada al  mundo de los cuentos de los hermanos Grimm. Cenicienta, los enanitos de Blancanieves, Hansel y Gretel, el lobo de Caperucita o los músicos de Bremen aparecen en ella. Tampoco faltan el barón Münchhausen o el Pedro Melenas de Hoffmann.
En fin, una delicia esta Madlenka. Háganse con ella que les dará muchas alegrías.


lunes, 15 de octubre de 2018

De diabluras y otros demonios



Empiezo la mañana con mi segundo de Bachillerato, luego examen con primero, guardia de recreo, y unas clases con los de la ESO. Y todos los lunes la misma cantinela. Que si estamos hechos polvo, que si menudo agobio, más lloriqueos, y lo peor de todo es que un servidor no recuerda que en su época la cosa fuera para tanto!!!
Eso sí, para hacer el mono no se quejan tanto. Para las maldades están más que despiertos. Que si rompo esta cerradura, que si nos ponemos a fumar en el baño, desatornillamos la silla del profesor, escondemos el balón o le ponemos la zancadilla a cualquier incauto.


Y ustedes dirán que les parece raro que gente con tantos años siga comportándose como macacos, pero se sorprenderían de que, cuanto más grandes, peores maldades. Será que la infancia, esta época de la vida humana, se ha dilatado cada vez más y cunde hasta la mayoría de edad. Que estos chavales son muy maduros para unas cosas (ejem, ejem…), pero para otras, nanai.
Desgañitados vivimos los maestros y sus padres, intentando que sopesen las consecuencias de las trastadas, que la cosa podría haber ido a peor si les hubiésemos dejado. Ellos se hacen los orejas y se justifican diciendo que viven hastiados (que no lo dudo) y nosotros resoplando y suspirando, que para eso están a nuestro cargo.


Y de diablura en diablura, llegamos hasta las Mil diabluras de Jürg Schubiger (texto) y Eva Muggenthaler (ilustraciones), un libro-álbum editado en castellano por Lóguez.
En esta historia que se aleja de las moralinas, sobre todo de las fáciles y más evidentes, Schubiger nos presenta una fábula fantástica con ciertos dejes a “nonsense” (ya saben que el surrealismo tiene mucho de subversivo), donde Luci, un demonio venido del mismísimo averno, se ha escolarizado con la intención de provocar las mil diabluras que lo devolverán al tártaro graduado en fechorías (¡Hasta los demonios necesitan formarse!). Se suceden los días y lo que en principio parecía divertido no lo es tanto, sobre todo cuando los nuevos amigos de Luci se dan cuenta de que si siguen liándola, este demoniete los dejará ipso facto.


Si el argumento es sugerente no les quiero decir nada de las ilustraciones, unas que realizadas con técnica mixta, muy coloristas, con trazo seguro pero rápido y una gama cromática bastante cálida (como el fuego del báratro), acompañan una historia divertida y con chicha.
Reconozco que es uno de esos libros que me han hecho cavilar sobre la infancia/adolescencia y sus barrabasadas. ¿Son innatas, necesarias? ¿Hay que erradicarlas? Quizá todo se resuelva con un poco de responsabilidad, con el sentimiento de culpabilidad o el poder del ejemplo, pero el caso es que nadie lo sabe. Simplemente pasa y la mayor parte de las veces cambiamos.



jueves, 11 de octubre de 2018

Reír en compañía



En este “juernes” (algunos no entendemos el concepto hasta que se nos avecina un puente como este) sólo tengo ganas de reír. De disfrutar como un chiquillo, por cualquier tontería, cualquier chiste absurdo. De bailar a lo loco, sin importarme los sones ni las razones. De despertarme con la luz del sol, también con el viento juguetón. De que no se acaben las sonrisas. De tu dulce compañía...

Las truchas
viajeras
no quieren
peceras

Los fieros
leones
no quieren
jaulones.

Las nubes
farraguas
no quieren
paraguas.

Los frescos
membrillos
no quieren
cuchillos.

Las flores
coquetas
no quieren
macetas.

-¿Y tú,
qué quieres,
amigo?
-¡Que rías
conmigo!

David Hernández Sevillano.
Deseos.
En: De boca en boca y río porque me toca.
Ilustraciones de Carmen Queralt.
2018. Salamanca: La Guarida Ediciones.




miércoles, 10 de octubre de 2018

Libros que brillan como el sol



No hacen más que anunciar que se acabaron los días soleados (no será el de hoy). Que por fin se avecina el fresco (“Ciclogénesis explosiva” lo llaman). Y a tenor de las rebajas ¿otoñales? del grupo Inditex (¡Oiga, qué precios!), yo discrepo. Lo siento señores monstruos, pero me fío más de Amancio Ortega que de los presentadores del tiempo (El de “La 1” ya no es lo era… Con ese cambio de imagen, la han cagado). ¿Se pasan el día vendiéndonos el cambio climático y ahora pretenden que nos traguemos esto…?
Seguramente el termómetro caiga unos cuantos grados, pero invertir la tendencia de los últimos años se me antoja imposible, más todavía cuando algunos nos hemos acostumbrado a rezar eso de “En España siempre es verano”, más “hot” todavía si nos paseamos por el senado, Benidorm o Mazarrón.


Y con este tole-tole climatológico, llego a uno de los álbumes que más me ha cautivado durante los últimos meses, El día que Baldomero robó el sol (Ediciones Ekaré). Y es que esta historia de mi siempre admirado Nono Granero, además de tener como protagonista al astro rey, huele a muchas cosas. Les diré el por qué…
En primer lugar tiene cierto aroma a tradición. Por un lado el autor incorpora a Baldomero, el pequeño diablo que desencadena la acción con una de sus jugarretas y que me recuerda sobremanera al Rumplestiltskin, el eterno antagonista de los cuentos tradicionales alemanes. Por otro, y gracias a unas ilustraciones donde priman los tonos ocres, plasma lo cotidiano de un pueblecito típicamente español, quizá un poco trasnochado (vean en sus muros y tejados cierto sabor añejo, cierto tiempo pasado).



También llamo la atención sobre la importancia que su autor da a la figura femenina en una narración que tiene mucho de hermosa. María y las vecinas del lugar son las verdaderas heroínas en una historia, tan cotidiana, como fantástica, que ensalza el necesario papel del ama de casa en todo tiempo humano. Porque a golpe de muñeca y tenedor, son estas mujeres las que hacen brillar de nuevo al sol.
Por último, y para ahondar en la poética y sus mensajes, creo que se antoja una lectura rutinaria, no sólo cuando subimos la persiana y corremos la cortina, sino a cualquier hora del día. Cuando vemos las noticias, cuando hacemos la compra, cuando reñimos con la familia… Porque habla de todos y cada uno. De lo poco que aportamos y lo mucho que conseguimos.


No me extraña que haya sido seleccionada en los White Raven de este año (echen AQUÍ un vistazo a todas las obras en castellano seleccionadas), pues es un libro con el que he recordado, disfrutado y soñado a partes iguales. Gracias.



martes, 9 de octubre de 2018

Sobrevivir con una pizca de picardía



No sólo de pan vive el hombre. También de vino, parrandas, besos y riñas. Pero sobre todo de picardía, porque en este mundo atestado de intereses es lo que verdaderamente prima.
Convengo con el padre de Albertito que es la palabra que mejor define España, porque a pesar de no quedar recogida en nuestra constitución (todo este tipo de documentos ganarían en esencia si hablaran de lo verdaderamente importante), nuestra patria común es la jeta.
Andaluces, catalanes, valencianos, vascos, gallegos, extremeños, manchegos, baleares, canarios, navarros, asturianos, cántabros, madrileños, maños y castellanos, murcianos, ceutís y melillenses. A todos nos sobra morro. Para no pegar ni clavo, para disuadir impuestos, para seguir cobrando el subsidio, para encasquetarle a otros varios muertos. A unos para unas cosas y a otros para otras, pero todos españoles (¡Que se nos vea a siete leguas!).


No es que yo esté en contra (¡Líbreme el señor! Que para golfo, un servidor), pero sí que debemos distinguir entre picaresca y “picaresca”. La pillería bien llevada, además de elegante, hace gracia. Sin embargo, aquella que busca el provecho mísero o el mal ajeno, repugna hasta decir basta, porque por mucho que algunos se emperifollen, sólo buscan basura y mierda.
Sagaces, astutos, hábiles… Son demasiados los personajes de los libros para niños que defienden esta forma de proceder, sobre todo cuando se trata de supervivencia. Por el contrario, cuando alguno de estos personajes pierde los papeles, ya se encarga el cuento de ponerlo en su sitio, para que aprenda que la inteligencia no es un arma para joder a los demás, sino todo lo contrario. Algo que en el día de hoy ejemplifico con Paso a paso, un simpático libro de Leo Lionni que recibió en su día una mención Caldecott.


Bebiendo de las argumentaciones y personajes que recogen las fábulas clásicas, el maestro Lionni nos ilustra el comportamiento humano con las peripecias de un gusano muy salao (sobre todo avispao) que intenta librarse de las garras de un buen puñado de pájaros que quieren echarle el guante.
No se lo pierdan porque bien vale una parada, no sólo por el mensaje (que siempre nos ponemos muy intensos), sino para echarnos unas carcajadas, e incluso para hablar de las unidades de medida o descubrir los sistemas referenciales (esto va para los maestros utilitaristas). Yo, por el momento, me quedo con las risicas, que son muy saludables.



jueves, 4 de octubre de 2018

¿Jugamos?


Llevo jugando cinco días (podría extrapolarlo a los trescientos sesenta y cinco días del año, pero hay que ser serios, o por lo menos parecerlo) y les puedo decir que me encanta. El juego está más de moda que nunca y se incorpora en los más variopintos ámbitos de la vida con el fin de motivarnos, solucionar problemas, mejorar la productividad o activar el aprendizaje. Es lo que se llama “gamificación” (el término “ludificación” sería más correcto en castellano, pero bueno…), una serie de estrategias que se han venido desarrollando desde principios de milenio en diferentes ámbitos –desde el empresarial hasta el entorno de las redes sociales- y que tiene bastante chicha, incluso en el libro-álbum y su lectura, que es lo que me interesa.


En primer lugar me gustaría plantearles la pregunta: ¿Leer es un juego? Algunos pensarán que sí, otros que no, y yo me quedo en el término medio ya que considero que depende mucho del enfoque que le demos a este verbo. Seguramente la lectura adulta se asemeje más a un procedimiento o a una destreza, pero en la primera infancia el acto de la lectura tiene que ver más con un juego (mecánicas, reglas y dinámicas mediante). Pero, ¿qué tipo de juego es ese?
Seguro que conocen multitud de juegos que pueden clasificarse en función de diversos criterios. Funcionales, simbólicos, reglados, psicomotores, sensoriales, cognitivos… Centrándonos en el criterio más evidente, el del número de jugadores, tenemos juegos colectivos y juegos individuales, categoría en la que podríamos incluir nuestro juego de lectura… ¿o no?


Si consideramos la perspectiva humanista podríamos decir que un libro, al igual que otras producciones culturales, como una canción o un videojuego, es la extensión de las ideas humanas, generalmente de un autor, que recibe otro humano, el lector. Es decir, el libro es un espacio de interacción, en este caso lúdica, el lugar donde convergen dos seres humanos, dos interlocutores, dos jugadores, y en el que se puede establecer un diálogo a pesar de la ausencia física de uno de ellos.
Por otro lado, si a estos pensamientos míos añadimos que existe un sinfín de libros cuyo contenido hace referencia al juego y otros aspectos de la gamificación, no sería cuestión baladí afirmar que LEER ES UN JUEGO, sobre todo cuando en las librerías nos encontramos con títulos como ¿Jugamos? un álbum de Svein Nyhus que invita al pequeño lector a pasárselo pipa junto a Butti, su protagonista.


Butti es claro, no se anda con rodeos. Invita a los críos a coger su mano y dejarse llevar. De una página a otra nos dice qué hacer, qué mirar. Se muestra receptivo y espera que tú te abras a su realidad. Para arriba, para abajo. Mira por aquí, imagina por allá. Esta es la prueba evidente de que un libro te puede hablar. En rojo y en azul, dos colores nada más. Créanme, sólo tienen que girar el pomo, abrir la puerta, leer y, sobre todo, jugar.


martes, 2 de octubre de 2018

A las puertas de la palabra



Desde un lugar privilegiado (¿Ya han descubierto en Instagram donde se halla el monstruo aquí firmante?), uno que me traslada a un tiempo remoto en el que la televisión, internet y la mayor parte de los libros que encuentran por estos lares no existían, creo necesario darle alas al pasado, a la tradición, no sólo para mecerlos en este martes que nos augura el comienzo de una semana otoñal (parece que la noche va refrescando), sino para conversar con aquellos que fuimos y que no sé si volveremos a ser.
Ya sé que retornar al pasado no es un ejercicio que guste a todos. Muchos se niegan a echar la vista atrás para verse reflejados en unos días donde no existían las comodidades que disfrutamos en el presente, que sería involucionar, pero el caso es que estos comportamientos, a priori inofensivos, están condicionando nuestro modus vivendi, incluso en el ámbito de la palabra y la lectura, lo que aquí nos ocupa.


Y es que a este curioso observador le resulta sorprendente, casi alarmante, que, dentro de la adquisición de las destrezas lingüísticas en las primeras edades, exista un analfabetismo (iba a decir desconocimiento, pero me ha parecido un término bastante suave) manifiesto. En guarderías y aulas infantiles se escuchan pocas canciones y menos trabalenguas. Los padres no tienen ni puta idea de qué nanas son las mejores para acunar a sus hijos, desconocen retahílas que se acompañen de juegos y otros quehaceres. Sin embargo viven preocupadísimos por el bilingüismo o las competencias digitales. Se han olvidado de que hablar -ya no digo leer y escribir- viene antes.
Rodeado de padres primerizos, constato a todas horas que mientras ellos se dedican a encender los dispositivos móviles para entretener con vídeos a sus vástagos, son los abuelos quienes, a través del habla y sus vericuetos, se hacen cargo de abrirles las puertas al sitio de las palabras, a su cadencia y musicalidad, a su acento y significado. Por un lado me alegro de que alguien realice esta tarea tan necesaria, pero por otro no puedo evitar cierta congoja al ver que muchos de esos progenitores brindan a otros, o peor todavía, a la tecnología, esa hermosa relación, ese vínculo especial que germina cuando abrazas con una canción de cuna a una criatura.


No se equivoquen. Los enteraos no les pedimos que se dediquen de manera profesional al folclore, a recuperar leyendas y sones tradicionales, sino que amplíen su catálogo verbo-lúdico a base de pequeños gestos. No hace falta recorrer pueblos perdidos o bucear en enciclopédicas bibliotecas, sólo basta con pedir prestados viejos cuentos, rimas y canciones. ¿A quién? En su derredor tienen la respuesta.
Y si no la encuentran no se apuren, hoy les dejo unos cuantos: frescos, sinceros, sencillos y delicados. Así son todos los cuentos de fórmula que incluye Antonio Rubio en su 7 llaves de cuento, un librito ilustrado por Violeta Lópiz y editado por Kalandraka que recomiendo una y otra vez desde que en 2009 viera la luz por primera vez. Un breve pero más que nutritivo preludio para adentrarse en el bosque del verbo, en la antesala de lo poético. Breves, estructurados, perfectos. Así son estos ecos del tiempo. Sonoros, ágiles y cercanos. Para que las palabras marquen el ritmo cardíaco. La razón por la que deben seguir sonando.