Cuando empecé en esto de los libros para niños a principios
del milenio, visitaba multitud de centros de profesores. Iba de un lado para
otro hablando de las bondades de la lectura, sugería títulos, compartía
experiencias y enseñaba actividades sencillas. Docentes, animadores de lectura,
narradores orales, madres y padres nos sentábamos alrededor de los libros y
conversábamos. Fue una época muy bonita de la que germinó esta casa de
monstruos que ustedes pueden disfrutar estos días.
Oía de todo. Anécdotas inverosímiles y chascarrillos de lo
más variopinto. Recuerdo unas jornadas sobre la lectura en un centro de profesores
de un pueblecito de la Sierra de Alcaraz y Segura, a las que acudieron dos
maestros, una chica jovencita y un cuasi-sexagenario, que desempeñaban sus trabajo
en un colegio rural agrupado (CRA, para los del gremio) que contaba con una
decena de niños.
En cierto momento de la tarde hablábamos del contexto de la
lectoescritura, una cuestión en absoluto baladí para desarrollar el gusto por
la lectura. La pareja se arrancó. Ellos se dedicaban al público agreste, sus
alumnos no estaban muy familiarizados con la vida urbana que a estas alturas de
la vida exhibían la mayoría de los infantes. Lo suyo era el mundo animal, la pesca
y la caza, la recogida de la aceituna, el tiempo de las setas, las verduras
silvestres y la huerta de temporada. Estaban embebidos en un ecosistema muy
particular al que los libros de texto estaban ajenos, y se las veían negras
para que hacer atractivas las primeras lecturas de estos chavales.
Sabían muy bien a lo que se referían. Estaban muy implicados
en que las criaturas aprendieran. Habían echado mano de las famosas maletas que
se utilizaron en las Misiones Pedagógicas y otras muchas estrategias que
merecieron nuestro aplauso, pero sin lugar a dudas lo que más nos llamó la
atención es que ellos habían desarrollado todo un sistema de alfabetización
basado en catálogos de maquinaria agrícola e instrumentos de caza y pesca.
Tractores, cosechadoras, rifles y cañas de pescar eran las primeras cartillas
de lectura de sus alumnos que, apasionados por todos estos artilugios, buceaban
por vez primera en el universo de las palabras. El resto de participantes
empezamos riéndonos, pero poco a poco nos dimos cuenta de que habían sido muy certeros
en la elección: nada como una pasión para desatar otra.
Y con esta anécdota me voy al álbum de hoy, uno que me ha
encantado, no sólo porque después de aquello he constatado lo que es trabajar
durante años como maestro rural (¡Lo que aprendí yo de rehalas y venados!),
sino por ser un título necesario a la hora de abrirnos los ojos acerca de los
sentimientos encontrados en la dicotomía campo y ciudad a la que tanto acudo en
mis post. Y es que Tractor viene conmigo
un álbum de Finn-Ole Heinrich, Dita Zipfel y Halina Kirschner que ha sido editado
en español por TakaTuka, es un canto al pensamiento rural que seguramente
muchos de nosotros no entienda, pero que sí apoya a otros muchos que necesitan
lecturas más campestres y agrícolas.
Algunos lo llamarían un “slow-book” por eso de apostar en
los modos de vida tranquilos y sosegados del mundo rural. Otros hablarán de él
en tono de alegoría y denuncia social (¿Por qué vivimos empeñados en denigrar las maneras
campestres?). Y yo veo en él la mirada de un niño que se empeña en vivir junto
a su mejor amigo a pesar de todo.
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