viernes, 18 de febrero de 2022

Naturaleza y libros infantiles


En muchos libros infantiles solemos encontrar un acercamiento a la naturaleza. Escenarios, protagonistas y metáforas que nos hablan de la estrecha relación que mantenemos con nuestro medio ambiente, un tema que desgrano brevemente en este post con tres ejemplos en los que detenerse.


A mi juicio son cuatro los factores que influyen en esta acusada presencia del mundo natural en la Literatura Infantil. Por un lado tendríamos el influjo de los llamados cuentos tradicionales, unas historias cuyos escenarios tienen mucho que ver con prados, ríos, montañas y bosques, lugares a los que solían acudir los habitantes de esa Europa rural que ahora nos parece muy lejana. La naturaleza es ese lugar donde todo es posible por lo desconocido y salvaje.
Por otro lado tendríamos esa cosmovisión intimista entre el ser humano y la naturaleza que autores románticos, como Bécquer, Mary Shelley, Oscar Wilde, Edgar Alla Poe o Lewis Carroll nos trasladan en sus obras. Perdidos en los recovecos de la naturaleza, buscan sus propias grandezas y miserias, asimilando que ellos mismos formaban parte de ese todo que, de un modo u otro, generaba las realidades mundanas que la época industrial hacía más patentes con sus fábricas y su hollín.
Si bien es cierto que esta fusión entre literatura y naturaleza está condicionada por factores históricos, a veces bebe de las modas y tendencias actuales. Ecologismo, indigenismo y otras tendencias han ayudado a que las representaciones un tanto oníricas del mundo natural impregnen muchas obras actuales de la Literatura Infantil. El resultado de una idiosincrasia que se ha ido instalando en estos tiempos de super-idealización en los que robledales, taigas y sabanas son paraísos terrenales. Refugios maravillosos donde no habita nada indeseable, ni cruel, ni malo.
Del mismo modo, también puede deberse a la estrecha relación entre el autor y un medio ambiente agreste donde la inspiración es esa comunión sobrenatural que nos salva de unas afecciones que se ven disipadas cuando nos hallamos en mitad del bosque, paseando a orillas de una playa desierta o en mitad de la dehesa.


Tres buenos ejemplos de este acercamiento natural en los libros infantiles son Un bosque en mí, de Deborah Underwood y Cindy Derby (Libros del Zorro Rojo), Mi árbol secreto de David Pintor (La Guarida) y Soy un árbol de Sylvaine Jaoui y Anne Crahay (Kókinos).
En el primero se nos presenta un viaje emocional en toda regla donde los símiles naturales tienen mucho que decir en una historia que habla de ti, de mí o de cualquiera. Poético a rabiar, se articula sobre unas ilustraciones donde aguadas llenas de luces, penumbras y sombras son las diferentes estaciones de este particular vía crucis en el que su protagonista se sincera en un silencio compartido con la naturaleza que le rodea y con el lector-espectador.


Composiciones bien elegidas, planos cinematográficos, tintas medias y toda una suerte de sinceridades se agolpan entre las ramas de los árboles, los claros del bosque y otros remolinos de vida. Una elección que no solo gusta a consumidores introspectivos, sino a todos lo que por alguna razón, se definan amantes de espesuras vegetales y cromatismos naturales.



En el segundo título, el ilustrador gallego y reciente ganador del Goya a la mejor película de animación, se interna en una historia sobre paralelismos vitales y ciclos naturales. Inspirado, como suele ocurrirle últimamente, por su hija Nara, indaga en los mil y un momentos en los que un roble, árbol majestuoso que llena las carballeiras de su tierra, está presente en la vida de cualquier niño de un modo, como apunta el propio título, misterioso, casi clandestino. 


Un libro que recuerda a El árbol generoso de Shel Silverstein pero centrado en la infancia, una etapa donde las emociones son mucho más potentes, algo que se observa en un final, tan triste, como esperanzador. David Pintor detiene el espacio en ese tronco, en esas hojas, en ese prado, y deja pasar el tiempo, uno que da buena cuenta de los juegos compartidos, de los momentos de descanso, de las alegrías y tristezas, de que hombres y árboles somos como hermanos.




Para terminar la tríada, nos acercamos a un álbum que, como el anterior, establece un símil entre el proceso de gestación de un ser humano y el de germinación de una semilla. En este caso y aunque se hace uso del estilo figurativo, los autores se decantan por el uso de la metáfora, tanto visual, como verbal, para ir desarrollando una idea que queda reflejada en el título.


Con líneas sutiles y una composición especular, la acción se desarrolla sobre la idea del crecimiento en un espacio cerrado en el que, poco a poco, una nueva vida se abre paso hacia la luz del día. Aunque la escala temporal no es equivalente, el propósito subyacente se consigue ante un espectador que ve en cada doble página la evolución de dos procesos naturales en los que el fin no es comprender cada detalle, sino tomar consciencia de la magia que envuelve nuestra existencia.



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