Que el mayor tema de debate de nuestro país sea quién va a representar a la televisión pública (a mí me representa poco) en el festival de Eurovisión, es más que significativo en una sociedad absurda como la nuestra. Que si feminismo, que si letras poco curradas, que si lenguas cooficiales.
Toda una suerte de temáticas para que las hordas de mamporreros construyan su demagogia a cuenta del show benidormense que ha montado el gobierno para entretenernos mientras bajamos la colina de Omicron y los inmunólogos se lanzan sobre sus yugulares. Algo más que frecuente en esta legislatura de las pandereitas donde abundan las cortinas de humo para que los parlamentarios sigan haciendo de las suyas.
Yo, que siempre he sido más de Gericault, me divierto mucho más aventando las miserias de un evento que, además de sacarle las corás a los artistas (seguro que más de uno ha palmado pasta), deja entrever las montañas de caspa que cubren el panorama musical a base de cancioncillas pegadizas que animan la clase de aqua-gym.
Siento que mi canción favorita no vaya a Turín, pero pronunciar la palabra “arte” cuando hablamos de la Bandini me parece bastante pretencioso (aviso a todos aquellos que se están marcando tesis doctorales sobre iconografía en las redes sociales). Bailaré su himno todas las veces que sea necesario, aunque siga viendo en ella a otra middle-class erigida en alegoría libertaria del romanticismo maternal.
En mitad de esta lucha en el barro a la que no ha sido invitada Pamela Anderson (luego me vienen con el patriarcado), tengo el presentimiento de que la única que ha salido perdiendo es la chiquita que ha ganado...
Rigoberta se hinchará a billetes gracias a Spotify (solo espero que eclipse a Rosalía lo antes posible) y las gallegas tendrán cubierto el verano a base de bolos. Mientras, BMG, la gran discográfica que hay detrás de Chanel, la fagocitará mientras cuatro payasos se dedican a insultarla en aras de ese feminismo que defienden a ultranza. Un juguete roto más que, vestida de Carmen Farala (la drag queen que ha diseñado sus monos relucientes), yacerá en la cuneta del eurofestival.
Y es que nada mejor que saber quién eres y adónde vas, no sea que con tantas ganas y tantos deseos por cumplir, te pegues un trastazo monumental. Que se lo digan a Pitschi, la gatita que no quería ser gatita, un álbum que Hans Fischer escribió e ilustró en 1947 pero que Blackie Books ha traído a las librerías españolas hace unos meses.
Mauli y Ruli,los gatos de la abuela Luisa, tienen cinco hijos. Mientras Grigri, Groggi, Patschi y Negri se pasan el día enredando, Pitschi, la gatita más pequeña y delicada se marcha en busca de algo diferente. Es así como se topa con un gallo orgulloso, una cabra que da leche, una familia de patos nadadores y otra de conejos saltarines. Intenta ser como todos ellos y lo único que consigue es llevarse un susto monumental que la deja medio muerta. ¿Sobrevivirá?
Con este clásico de las letras infantiles, les invito a darse una vuelta por su propia existencia acompañados de las litografías que llenan de vida un libro que, además de ser apto para todos los públicos, tiene un ligero regusto a otras obras donde el inconformismo y la curiosidad infantiles se abrazan para presentar el yo y sus circunstancias. Que nunca viene mal eso de conocerse. No sea que con tantas ganas, acabemos reventando.
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