miércoles, 23 de febrero de 2022

Con la miel en los labios


Soy un gran consumidor de miel. Desde que desterré el azúcar de mi vida (en la medida de lo posible, que ya saben que la industria lo añade a cualquier cosa, desde la mostaza al jamón serrano). Da igual la época del año, la consumo todos los días, en invierno y en verano. Mis preferidas son la de azahar, romero y brezo.
Me aficioné durante mis años de universidad, tras cursar la asignatura de etnobotánica, una donde hacíamos catas de mieles y disfrutábamos de una inmensa variedad de sabores, olores, texturas y propiedades. Fluidas, cremosas, blancas, oscuras, rojizas y doradas, de lavanda, madroño, tilo o la carísima miel de manuca (árbol del té). Todas ellas contienen agua, fructosa, iones inorgánicos, proteínas y enzimas, y se fabrican mediante un proceso complejo que tiene lugar en el tubo digestivo de las abejas.


Estas mieles florales producidas gracias al néctar de las flores, nada tienen que ver con las mieladas, otro tipo de mieles elaboradas también por las abejas, pero a partir de las secreciones de yemas, hojas y tallos de algunos árboles como la encina, el roble o el castaño, Son las llamadas mieles de bosque. Tampoco se relacionan con la miel de palma o la de arce, sustancias azucaradas que producen las propias plantas.
Seguramente ustedes se pregunten “¿Y cómo es posible saber que una miel se ha elaborado con el néctar de una especie de planta concreta?” Por un lado el apicultor conoce la flora del lugar donde se ubican las colmenas y extrapola la información a ojo de buen cubero, por otro, echa mano de la lupa o el microscopio e identifica los granos de polen presentes en una determinada miel. Si al contarlos abunda un tipo de polen, esa miel se considera pura.
No se pueden ni imaginar la cantidad de fraudes que hay con la miel, sobre todo con la comercializada por las grandes empresas. Lo primero es que estas mieles proceden de mezclas de miel de diferentes procedencias nacionales e internacionales. La segunda es que muchas de ellas añaden aditivos mucho más baratos, como los jarabes de azúcar o de arce, unas sustancias que muchas veces provocan que la miel se mantenga en estado líquido, una prueba irrefutable de que están adulteradas.
Sí, señores, la miel pura y de calidad cristaliza con el paso de los meses, es decir se vuelve espesa y de textura granulosa. Esto no quiere decir que pierda sus propiedades ya que sigue intacta (yo incluso lo prefiero porque se vuelve más manejable y no pringa todo). Si la prefieren líquida sólo tienen que meterla al baño maría un rato y volverá ser más fluida.


La miel que nunca he probado es la Miel de luna, el tipo de miel que da nombre al libro de hoy, uno escrito por Kenneth Kraegel y editado por Blackie Books y que ha causado mucha sensación. En él se nos cuenta la historia de una musaraña que viaja hasta la luna para conseguir la medicina que pueda currar a su hijo de una extraña enfermedad. Para llegar hasta allí es ayudada indirecta o indirectamente por diferentes personajes.
Con una puesta en escena a todo color, este álbum con más texto de lo que se acostumbra a encontrar en las librerías, tiene una estructura en capítulos que por un lado recuerda a obras de Arnold Lobel, y por otro supone la transición hacia la novela infantil.


El tipo de ilustración en el que priman la plumilla y las aguadas de color, se basa en la repetición, las tramas y los sombreados. La abundante ornamentación, donde encontramos marcos y motivos geométricos, recuerda a ilustradores de otros tiempos donde los detalles tienen mucho que decir en una composición donde el lector-espectador puede sumergirse.
Sobre la historia, decir que, bajo esa manida y evidente epopeya maternal (¡Cuánta madre coraje hay en la LIJ! Empiezo a pensar que hacen los libros para ellas), subyace una viaje desbordante de fantasía donde encontramos magia, astucia, violencia y referentes metaliterarios que enriquecen al lector y amplían su universo.
Una buena propuesta para endulzarles el día.

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