Cuando yo era crío, me entusiasmaba cada vez que mi padre, mi madre, mi tía o mi abuela me mandaban a hacer un recado. Primero de todo, era una pequeña aventura. Enfrentarme solo a la adversidad, hacer una pequeña incursión en el universo adulto y lograr con éxito lo que se me solicitaba. En segundo lugar salíamos a la calle, un lugar maravilloso donde ejercer la libertad. Y tercero, si tenías suerte, podías acabar con una pequeña propina en el bolsillo.
Cada vez veo menos chavales haciendo mandados. No sé si se debe a su poca iniciativa o a esa actitud paterna que tanto abunda en estos días. Los padres ven el peligro en cualquier esquina, dudan de la capacidad de sus vástagos y creen que pueden ser denunciados por explotación de menores. Por otro lado, los hijos viven muy cómodos entre cuatro paredes, centrados en sus universos digitales, disfrutando de la servidumbre familiar y con pagas semanales que superan el salario mínimo interprofesional.
Comprar el pan o bajar a por naranjas ¡El periódico, que no se te olvide! Llevarle a la abuela las albóndigas recién hechas o avisar a la vecina del segundo de que iban a cortar el agua. Esas eran algunas de las cosas que hacíamos antes los chiquillos. Cuando no había móviles ni redes sociales nosotros éramos los intermediarios de una comunicación verbal y física entre los adultos. Aprendíamos cómo funcionaba el mundo, y lo mejor era que lo disfrutábamos.
Y así, de recado en recado, llegamos Ve a por el pan, al libro de hoy Jean-Baptiste Drovot que acaba de traer a nuestro país la editorial gallega Cumio y forma parte de una colección de álbumes con mucho humor a cargo de Miguel López, El Hematocrítico. Todo empieza cuando la madre de Manuel, nuestro protagonista, le dice que vaya a por el pan. Lo que parece ser un recado sin importancia comienza a complicarse cuando a Manuel se le va el santo al cielo y se encuentra la panadería cerrada. Decide irse al pueblo de al lado a por el pan en el barco de su primo y les pilla una tormenta y acaba en una isla desierta donde lo hacen prisionero.
Situaciones absurdas, inverosímiles y sacadas de quicio, despiertan las risas del lector y de paso lo traslada a un universo onírico en el que es muy difícil distinguir entre la realidad y la ficción.
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