martes, 25 de marzo de 2025

La nostalgia


No practico la nostalgia. Eso de pensar que todo tiempo pasado fue mejor, no es lo mío. De hecho, pienso que la añoranza es la peor de las consejeras, sobre todo cuando intentamos pisar tierra firme y sobrevivir a los varapalos del tiempo. Sin embargo, y a pesar de que la morriña nos empuja a comparar el antes con el ahora, tiene aspectos bastante positivos.


Según apunta algún estudio de última hornada, la nostalgia nos ayuda a establecer una conexión entre lo que somos y lo que fuimos, de manera que exploramos nuestra existencia desde una perspectiva anacrónica sobre la que dar sentido a nuestra vida y construir nuevos momentos. Otros expertos también han señalado que la nostalgia puede aumentar la sensación de bienestar, potenciar la inspiración y la creatividad, hacernos sentir más jóvenes, despiertos, optimistas y enérgicos, e incluso animarnos a asumir riesgos y perseguir nuestros objetivos.


Será que es un filtro que tiñe todo de color de rosa a pesar de que esos recuerdos estén rodeados de lágrimas, enfermedades o traumas de la niñez, algo que seguramente se relacione con esa capacidad del cerebro para desechar los momentos más oscuros de nuestra vida y darle protagonismo a los felices.
De hecho, si se fijan, las actividades culturales que se nos ofrecen están saturadas de un sinfín de estímulos que actúan como un reclamo publicitario, es decir, nos retrotraen por un instante a la juventud para, con un soplo de frescura (o lo que queda de ella en nuestra cabeza) nos incitan a comprar las entradas de un concierto, releer un libro o ver el remake de cierta película.
Y con este pequeño monográfico sobre lo nostálgico, me lanzo en picado a dos ejercicios de nostalgia convertidos en libro.


El primero es Bajo el asfalto, la flor, un álbum escrito por Mónica Rodríguez e ilustrado por Rocío Araya que publica esta primavera la editorial A fin de cuentos. El protagonista de esta historia es León, el de la risa bonita, un chavalín de una familia de vendedores ambulantes que acampa a orillas de un río bordeado de altos árboles. Un día encuentra una flor a la que cuida y de la que se hace amigo. A su lado verá las nubes cruzando el cielo y le confesará sus miedos y anhelos. Le hablará de sus recuerdos, de la burra llamada Brisa y también de Camila, su primer amor.


En parte (y en este título), el estilo de Mónica Rodríguez me recuerda al Platero y yo de Juan Ramón, El camino de Delibes o el Algunos niños, tres perros y más cosas de Juan Farias. Costumbrista por un lado y por otro, suculenta, la prosa de la ovetense discurre como un arroyo refrescante que se detiene en los rumores de un tiempo pasado, dejando que sus aguas envuelvan los cambios que le suceden en un chiquillo cuya vida cambia en tan solo unos días.


Del mismo modo, Rocío Araya nos regala unas ilustraciones desbordantes de luz en las que verdes, azules, magentas y toda una gama de colores cálidos nos insuflan vida durante la secuencia de acontecimientos que finalmente se verán sepultados por el gris asfáltico que lo opaca ¿todo? No, en la guarda final brilla la esperanza...


El segundo título de hoy, corre a cargo de Adrián Cordellat y Rosa Ureña bajo los cuidados de la editorial Bookolia. Antes todo esto era campo nos cuenta la historia de una familia que pasa las vacaciones en la casa que los abuelos tienen en un pueblo costero. Es ahí donde el padre enseña a sus hijos los lugares por los que transitaba su niñez, dónde jugaba y estudiaba, quiénes eran sus vecinos y las costumbres de aquel entonces.


Con marcado carácter autobiográfico, el periodista valenciano nos hace un recorrido por una infancia, la suya, que, como otros muchos niños de los años 70 y 80, discurría entre campos cultivados, bicicletas, cines y aventuras escolares. Una generación que no tenía contacto con los ordenadores ni los teléfonos móviles pero disfrutaba de la calle en cada momento. Además de retrotraernos al pasado, Cordellat también permite el encuentro intergeneracional combinando pasajes del ayer y del hoy que se confunden y no inspiran extrañeza gracias a pinceladas poéticas y un final efectista que es la guinda del pastel.


El texto se acompaña de las ilustraciones realistas que Rosa Ureña desdibuja gracias al lápiz de color y nos trasladan a otro tiempo difuminado por esa especie de neblina que cubre los recuerdos. Así, este álbum se transforma en una suerte de diario antiguo en el que caben escenas alegres y llenas de vida que se disponen simétricas a esas palabras que tanto nos evocan. Me han encantado los detalles realistas de las guardas y su capacidad para jugar con los recursos visuales, las metáforas sutiles y una óptica diversa.
Y así, con dos alegorías que brindan por el medio natural como escenario de cualquier infancia y se enfrentan al cemento y al ladrillo desde una perspectiva nostálgica, me despido hasta una nueva reseña recordando los momentos que pasábamos en la huerta de mis abuelos haciendo el indio, perdiéndonos entre las cañas de la balsa y hurgando en cualquier recoveco.

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