Los disfraces tienen algo mágico. Es sorprendente constatar cómo somos capaces de transformar nuestra existencia con un par de trapos y montones de abalorios. Podemos ser quienes queramos. Piratas, payasos, personajes famosos, animales, objetos o simples mortales. La vecina del tercero, la vieja chismosa de turno o tu mismísimo cuñado. Cualquiera.
El disfraz nos permite crear un universo paralelo que, sirviéndose de clichés, parodias o comportamientos guionizados, nos ayuda a jugar con el mundo, coquetear con lo imposible, fantasear e imaginar. Así, tiene montones de beneficios, tanto para los pequeños, como para los mayores. Potencian las habilidades sociales, evaden del mundanal ruido, nos despojan de prejuicios y nos permiten desbordar las ideas.
Pero ¡cuidado! No sea que tanto lío se nos vayan de las manos, nos metamos en el papel más de la cuenta y dependamos de ellos para la supervivencia. Conozco a más de uno que se le ha ido la pinza a golpe de disfraz, incluso han perdido la noción de su propia existencia. Si bien es cierto que no todo tiene que ver con ellos, quedan incorporados en el ideario (léase un exmarido o una jefa venida a menos). Por eso, a veces, aparcarlos y tomar las riendas de la consciencia se hace necesario en vez de parapetarse tras máscaras, lentejuelas y maquillaje.
Seguro que conocen casos de niños y jóvenes que se han salido volando por la ventana con un traje de Superman o se han cargado a media familia blandiendo una katana de samurái. Es ahí donde reside el peligro de los antifaces aunque noticias como estas sean puramente testimoniales.
Siguiendo esta línea, Kike Ibáñez nos trae una historia donde un simple disfraz es el interruptor de una aventura irresistible para cualquier lector. El diablo sobre ruedas, además de adoptar el título de la conocida película de Steven Spielberg, es el libro ganador de la última edición del Concurso Internacional de Álbum ilustrado de la Biblioteca Insular de Gran Canaria.
En él, nos cuenta la historia de Lucía Fernanda, una chiquilla enrabietada porque su madre no le deja ir a la fiesta de carnaval montada en su querida bicicleta. Cuando están esperando a cruzar la calle, un camión lleno de material radiactivo sufre un accidente y su madre muere. A partir de ese momento, todo se convierte en una locura de lo más arrolladora (nunca mejor dicho) y extravagante.
Pedos propulsores, apariciones marianas y ángeles de la guarda se mezclan en una intrahistoria donde se respira un germen tan surrealista como barroco, ese cariz tan cañí del que gusta tanto su autor. Con tintes telenovelescos y unas ilustraciones donde lo geométrico y los colores planos se funden en perfecta simbiosis, Ibáñez nos hace una lectura bien simpática de los enfados infantiles, las formas de afrontar la homeostasis personal y el civismo social (¡Lo que da de sí un paso de cebra!).
Unas composiciones muy estudiadas, las repeticiones rítmicas (¿Se han fijado en el efecto de esas explosiones sobre la lectura?), los giros verticales en el formato (¿A ver si no cómo iba a subir a los cielos un querubín?) y las secuencias narrativas un tanto cinematográficas (La espera ante el semáforo es maravillosa), se articulan en una obra muy kistch donde el humor se adhiere a todo lo demás. ¡Y feliz Miércoles de Ceniza!
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