lunes, 10 de marzo de 2025

Madurando a golpes


Hace un par de meses me di un trastazo monumental en mitad de la calle por culpa de un adoquín mal trazado. La ostia no fue pequeña y los pantalones que llevaba quedaron hechos jirones. Las peor paradas fueron mis rodillas, maltrechas y llenas de sangre. Caminé malherido hasta casa y me desinfecté las heridas, quitándole importancia al accidente, pues todo se resumiría en una pequeña cicatriz.


Lo peor llegó al día siguiente cuando mi cuerpo, que había perdido toda esa elasticidad de la infancia, me dolía como si lo hubiera atropellado una apisonadora. Tampoco había sido para tanto, pues en mi niñez había superado con creces peores trompazos. Es lo que tienen los años, que no pasan en balde y son estas pequeñas cosas las que nos hacen caernos del guindo.
Un par de días más tarde, se formaron dos costras. Tenían un tamaño considerable y habían atrapado buena parte del vello corporal. Una semana, dos y allí seguían inmutables. Yo no recordaba que el pellejo tardara tanto en regenerarse… Pasaba el tiempo y empezaban a aflorar en mí unas irrefrenables ganas de arrancarlas. Las mismas que sentía siendo un crío.


Al final empecé a toquitearlas. Por la periferia, por el centro, pero nada. Hasta que casi un mes después del percance (estas estructuras suelen caerse a las tres semanas), recién salido del agua, me decidí a meterles mano y las arranqué de cuajo dejando visible dos zonas rosadas que siguen tachonando mis articulaciones a modo de medalla.
Y como ya les he contado el proceso de reparación de una herida, me voy a dedicar a ese viaje interior que Beatrice Alemagna nos regala en su último libro publicado en España y que gira en torno a una costra. 


Berta y yo, que así se llama, cuenta la historia de una niña que, como yo, resbala y cae de bruces hiriéndose la rodilla. Cuando llega a su casa, su padre la cura y le dice que pronto lucirá una costra preciosa. Pero ¡ay, amiga! Resulta que ni es bonita ni tan efímera como le habían dicho, y tendrá que aprender a convivir con ella. Para empezar le pone Berta, como a la perrita que nunca tuvo y después se la tiene que llevar de vacaciones con los abuelos. ¿Se irá algún día de su lado?
Con mucho humor, la autora italiana afincada en Francia, se basa en un episodio autobiográfico (fíjense en la dedicatoria de este libro) para realizar un ejercicio introspectivo en el que los pequeños acontecimientos vitales nos sirven a modo de peldaños que ir subiendo en el proceso madurativo.


En un principio, podríamos pensar que Berta es la protagonista, pero nada más lejos de la realidad (¿Se han percatado de la omnipresencia de ese pelo anaranjado que llena incluso las guardas?). Todo tiene que ver con la metáfora del viaje iniciático que, como diría mi amigo Alonso, se resume en el “dejar ir”, una práctica muy saludable que todos hacemos inconscientemente.
Como en todos los libros de la Alemagna, hay escenas preciosas. Véanse como ejemplo la de la despedida en mitad del campo de amapolas (quiten la camisa y extiendan las tapas del libro para disfrutar de la imagen en todo su esplendor) o las escenas campestres junto a los abuelos.
Lo dicho: vigilen por dónde pisan.

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