miércoles, 30 de octubre de 2019

Recuperando joyas



Sin mucho preámbulo hoy me meto en harina ipso facto para hablarles de Zlateh, la cabra y otras historias, un clásico de Isaac Bashevis Singer, premio Nobel de literatura, ilustrado por Maurice Sendak y reeditado por Kalandraka bajo su nombre original (la antigua edición de Lumen llevaba como título Cuentos judíos de la aldea de Chelm). Este libro es un conjunto de siete historias originales de este autor de origen polaco nacionalizado estadounidense que fueron originalmente escritas en yiddish, la lengua hablada por los judíos ashkenazí de origen europeo.
Publicado por primera vez en 1966, estos cuentos podrían encuadrarse en los cuentos modernos, esa subfamilia de cuentos que, aunque conservan la estructura original de los clásicos, contienen elementos narrativos y estéticos propios de la literatura escrita, y que tienen como principal exponente a H. C. Andersen.


Llama mucho la atención el tono crítico de estas historias por muchas razones…
En primer lugar, Bashevis Singer no eligió al libre albedrío el nombre de esta aldea en la que se desarrollan las historias. Chelm existe y, aunque es más grande que la shteitl de la que nos habla el autor, está considerada en el humor judío como la capital de la locura. De ahí que muchas de estas historias sean absurdas e inverosímiles, en definitiva, humanas.
Se agradece el tono local, esos rifirrafes entre vecinos que, aunque un tanto lejanos, se parecen mucho a los del rellano de mi escalera. Muchos de los libros para niños de nuestros días carecen de color local, de encanto étnico. Los autores tratan tan intensamente de ser internacionales -para producir una mercancía del gusto de todos- que no atraen a nadie. Se justificó Singer años después.


En segundo lugar es curioso que un hombre educado en un Jéder e hijo de un rabino jasídico (judaísmo ortodoxo) a cargo de una de las sinagogas del gueto de Varsovia, ironice tanto con los religiosos de estas historias, los siete ancianos de Chelm, una especie de sabios ignorantes que ofrecen al resto de los habitantes de esta aldea más quebraderos de cabeza que soluciones. Una sorna que resuena a la decepción que sufrió un joven Singer mientras contemplaba con impotencia la Shoá, un genocidio que ni la religión ni el sentido común pudo parar.


Me encanta lo que destilan estos relatos, más todavía cuando observas con detenimiento las imágenes del genio Sendak, unas de las que en principio Singer quería prescindir, pues pensaba que la palabra era suficiente para estimular la imaginación del lector.
Aunque Sendak utilizaría este mismo estilo para los dos volúmenes de El enebro y otros cuentos de Grimm (1973), se observa claramente un acercamiento emocional en las que acompañan estas historias. Sus dibujos son tiernos y emotivos. También están llenos de fuerza. Hay paisajes hermosos, escenas dramáticas, se llenan de multitud de referencias a la cultura judía, una a la que pertenecía y en la que había sido educado y por la que, quizá por vez primera, dejaría a un lado su mirada crítica y sus maneras grotescas para internarse en un profundo viaje a sus raíces.


Tanto fue así que, un poco perdido ante la tarea de ilustrar estos relatos acudió a sus padres en busca de ayuda. Ellos le facilitaron el álbum en el que guardaban celosamente las fotos de sus antepasados, casi todos fallecidos durante la Segunda Guerra Mundial. El autor no conoció a la mayoría, pero decidió inspirarse en las fotos de sus tías y tíos que encontró en estos álbumes de familia (yizkor para los judíos, el duelo privado) y crear los personajes de esta obra, una especie de tributo a un pasado que nunca conoció.
Allí estaban las fotografías que tenía mi padre de sus hermanos menores, todos elegantes y todos de aspecto interesante. Las mujeres con su cabello largo y adornado con flores. Yo iba de un extremo a otro del álbum eligiendo algunas imágenes de los parientes de mi madre y algunas de los de mi padre, dibujándolos con mucha agudeza. Y ellos lloraron. Y yo lloré. Eso pasó así. Y aún es así. Contaría Sendak años después.



También explicó que basó el personaje de Atzel, el protagonista de El paraíso del necio, en un retrato de su abuelo que todavía conservaba y que no estaba exento de anécdota, pues en pleno delirio debido a las fiebres de la escarlatina Traté de alcanzar la foto y empecé a hablarle en yiddish. Mi madre estaba petrificada… Quitó la foto de la pared para alejarla de mí y la rompió en cien pedazos… Cuando ella murió, encontramos los restos: los había metido en papel de seda, ella no pudo deshacerse de ellos. Lo restauré  y ahora cuelga de nuevo en mi habitación, en un marco ovalado diferente.
Quizá sea este sea el Sendak más sereno de todos, un Sendak que también hay que conocer y disfrutar.


Este libro es una maravilla. Léanlo y opinen sobre estas historias. Mis favoritas son El primer Shlemiel y Zlateh, la cabra. La primera es una narración en tono irónico (empecemos diciendo que, como bien nos dice Singer al principio de esta historia, shlemiel, significa “tonto” o “incompetente”), con mucho humor, que habla de la (buena o mala) suerte de los pobres y gandules, de la vida de pareja, de sus miserias y bondades. 
La segunda es una hermosa oda a la amistad con cierto tono crítico hacia las tradiciones religiosas que bien merece una sosegada lectura. (N.B.: Tanto  es así que fue llevada la gran pantalla por Weston Woods en 1974).
En definitiva, háganse con él, pues habla de muchas cosas que merecen ser leídas por pequeños y mayores.



lunes, 28 de octubre de 2019

Una imaginación maravillosa


Llevo un principio de curso de lo más atareado. Programaciones didácticas, ordenar mi hogar, recuperar la figura, alimentarme adecuadamente, cursos varios, un nuevo libro y algún que otro proyecto en el horno, dar cariño y amor (para eso siempre hay que sacar tiempo), y un montón de cosas más hacen los días muy livianos.
Lo peor de todo es que los vecinos llevan un tiempo sin dejarme dormir (niños, demencias seniles e incivismo son el pan de cada día) y he tenido que echar mano de los tapones, un objeto que no me gusta utilizar pero que me está dando la vida, no sólo porque descanso mil veces mejor (eso es importante si no quieres morirte pronto), sino porque mi mente está más despejada y la imaginación puede ir in crescendo.


No sé si es gracias a los múltiples y surrealistas sueños que me regala la noche pero el caso es que mis ideas fluyen a una velocidad pasmosa (les juro que no he sucumbido ante las anfetaminas). Me pongo a cavilar y es como si todo tuviera sentido, como cuando era un crío. Da igual dónde o cómo, pero mi universo onírico cada vez está más enriquecido.


Les admito que es un hecho que me encanta. Me entusiasma poder ver que todavía sigo en la brecha, saltando de idea en idea, que estoy mejor que nunca (no como mi amigo el Alfon, a él le basta con ir a la pelu y ponerse unas zapatillas de quinceañero). Siempre he creído que la verdadera fuente de la eterna juventud reside en nuestra capacidad para imaginar, para evadirse de lo cotidiano, e incluso para cambiarlo.
Imaginar es pensar para adelante, nunca para atrás (No me gustan nada esas personas que cavilan con negatividad). Que inventen, que sueñen, que abonen el germen de nuevas ideas, que las trabajen, que les den forma por muy estúpidas que sean. Quizá esta sea la única forma de acabar con el aburrimiento, la envidia y otras vergüenzas que asolan la naturaleza humana.


Si hubo un hombre que practicó hasta su muerte esta bendita afición, ese fue sin duda Arnold Lobel, pues este gran autor de la Literatura Infantil se pasó la vida entera (corta pero entera, algo que envidiar y admirar) imaginando historias hermosas con las que deleitar a un público que supo y sabe reconocer esa cualidad. Gracias a la editorial Niño, se acaba de editar en castellano (pues es la primera vez que este libro suyo ve la luz) El pájaro cucurucho y otras aves extrañas, un álbum rimado de 1971 que tiene mucho de imaginativo y que seguro que hará las delicias de todo el mundo, sea o no fan de este extraordinario autor.


Por hablar de dos peculiaridades, apuntaré a que este es uno de los primeros libros de Lobel con una amplia paleta de color, un estilo que comienza con El rey de los colores (curioso) y que también es la segunda de las obras de Lobel en verso -empezaría con Martha, The Movie Mouse, la historia de un ratón cinéfilo- que se adscribirían  a las “nursery rhymes” surrealistas o sinsentido, un estilo al que retornaría en su última etapa profesional con títulos como El libro de los guarripios o la también inédita Whiskers & Rhymes, tras dedicar más de una década a sus clásicos libros-serie de colecciones de cuentos como Sapo y Sepo.
No sé cuántas veces he dicho que me encanta Lobel y no sé cuántas más se lo diré, pero el caso es que no pueden dejar pasar la oportunidad de leer un libro que mucho tiene que ver con su admirado Edward Lear, con las retahílas, con los juegos de palabras y, sobre todo, con la desbordante imaginación.
Y mientras les invito a que sigan mi canal de YouTube (ya hay una centena de monstruos que disfrutan con vídeos de libros infantiles acompañados de las bandas sonoras más variadas), me despido con unos versos del título de hoy, el que le da título:

Vainilla con chocolate,
granizado de frambuesa:
el Pájaro Cucurucho
será siempre una sorpresa.



martes, 22 de octubre de 2019

El precio de la fama



Dicen los famosos que serlo es una lata. Que si no les dejan en paz, que mire usted lo pesados que son los paparazzi, que si no se puede andar tranquilo por la calle, que intentan sacarles las corás, que pobres de sus familiares… Eso es la fama, señores. Y como decía aquella de la serie, la fama cuesta. Cuesta ganársela, cuesta mantenerla y cuesta sobrevivir a ella.
No todo el mundo vale para ser famoso, sobre todo porque implica mucho sacrificio. Hay famosos que estudian mucho para ser reconocidos mundialmente, véanse astronautas, científicos o literatos. También hay famosos que se recorren todos los programas de televisión, todos los cirujanos plásticos, y todas las consultas de psiquiatría habidas y por haber. Están los que ya nacieron famosos, léanse aristócratas, príncipes e hijos de grandes empresarios, a quienes cuesta mucho esfuerzo mantenerse a la altura de sus apellidos y circunstancias. Los menos son los del efímero golpe de suerte, pero para mantenerse en el candelabro, como bien decía la Mazagatos, hay que currárselo.


También hay que hablar del éxito a menor escala… Puestazos en empresas, una gran familia, reconocimiento intelectual, una herencia que administrar… Todo lo que suponga cierta responsabilidad para con los demás, podría traducirse en fama.
Es cierto que muchas veces la fama te atrapa y que es complicado administrarla, pues especie humano y éxito es un tándem complicado. No les tengo que recordar la de estos personajes que acaban en la cuneta… Enganchados a los estupefacientes, sucumbiendo a sus propios miedos, o refugiados en cualquier tipo de miseria… Marionetas rotas que necesitan una catarsis o por el contrario, una muerte digna y loable.


No se equivoquen, son muy pocos los que están formados para un cara a cara con la fama (“Como ser famoso” sería un curso bastante útil para todos esos miles de interesados que ansían encumbrarse en calidad de influencers o de niños guapos), y salir airosos de situaciones comprometidas, ponerse en su sitio cuando la ocasión lo requiere, y tomar el rumbo adecuado.
De todas estas cosas y muchas más nos habla Jimmy Liao en Las alas, su último libro publicado por Barbara Fiore, su editorial de cabecera en castellano. Tan metafórico como siempre, el autor coreano hace un ejercicio de crítica bastante complejo (ya saben que su universo onírico no es precisamente fácil, ¿o quizá sí?), en el que nos habla de los pormenores de la popularidad.


El argumento parece sencillo. El director general lo tiene todo: una familia, un buen trabajo y una oficina maravillosa. Es reconocido y admirado hasta que en su espalda empiezan a crecer dos alas... No les cuento más, porque seguramente ustedes extraerán sus propias conclusiones acerca de un álbum denso y enriquecido en el que el mismísimo Liao explora su propia fama (fíjense en las referencias a obras como Desencuentros o El sonido de los colores) y la de todos aquellos que se ven sobrepasados por sensaciones encontradas entre el yo individual y la imagen que proyectan. Soledad, aislamiento, incomprensión, desesperanza, rabia… ¡Ufff! ¡Menos mal que no soy famoso! ¡Prefiero ser libre como un pájaro (sin alas)!



lunes, 21 de octubre de 2019

¿De dónde viene un libro?



En vez de hijos, tengo libros, e incluso de vez en cuando, escribo algunos de ellos. No sé muy bien las razones que me mueven a ello (por diversión, por compartir una idea, por aprender...), pero el caso es que todas las historias que pululan por las estanterías de bibliotecas o librerías tienen un principio, esa chispa adecuada que enciende la máquina y hace girar los engranajes. Y hoy toca explicarles de dónde surgieron las ideas para ¡Crea! el libro que acabo de publicar junto a Sergio Arranz, un artista de pies a cabeza, y la modesta pero siempre arriesgada editorial leonesa Amigos de Papel.  


Nos pasamos buena parte de la infancia y la juventud en la escuela. Algunos no la hemos dejado nunca (se ve que nos va la marcha). Colegios, institutos, universidades, lugares creados por el ser humano para formarnos, instruirnos y convertirnos en mujeres y hombres de provecho. O al menos, eso es lo que se piensa, pues hay casos en los que es poco productiva (seguro que conocen más de un niño perdido).
Si bien es cierto que la institución me da un poco de tirria (ya saben que todo lo que huele a política y burocracia no es lo mío, incluso formando parte del tinglao… será por eso), siempre he creído en el factor humano de esta, los maestros, los profesores, personas que, por distintos motivos, están ahí dando el callo.


Los maestros no somos maravillosos, ni mucho menos infalibles. Podemos ser tan decepcionantes, como amables, tan desagradables, como comprensibles, tan incomprensibles, como excepcionales. No conozco ninguno que sea la quintaesencia de la perfección, entre otras cosas por nuestra condición humana. Así que no lo olviden, los maestros también se equivocan. Y de eso va este libro: de profesores que la cagan.


El segundo de los pilares que sustentan este libro es el arte. Lo pueden poner con mayúsculas, sí, porque en él no sólo se habla de creatividad, sino de qué es ser un artista, de si el artista nace o va tomando forma poco a poco, con constancia o trabajo, de los sueños frustrados que tiene cada artista. También habla de los grandes artistas y sus obras, muchos de ellos incomprendidos como Ben, el protagonista de la historia. También habla de mí, de mis deseos en la infancia y juventud, cuando soñaba ser un gran pintor, de cuando mi padre quería que yo fuera ingeniero (no lo consiguió tampoco y estudié biología, la carrera de ciencias experimentales más bella, y por tanto artística, que hay).


Y así, entre escuela y arte, nos ha quedado un libro bien apañao. Con las ilustraciones de Sergio, que te arrancan una sonrisa (este tío es muy grande aunque él se crea tan pequeñito como Benjamín, nuestro protagonista) y alguna carcajada (la primera vez que vi esa escena de niños zombis me desternillaba). Con la labor editorial de Asunción, que nos ha dado bastante libertad a pesar de algunos encontronazos y discrepancias. Con la ayuda recibida del maquetador (¡Gracias aunque no sepa ni tu nombre!), los sobrinos del propio Sergio, y los ánimos de amigos y desconocidos, ha salido del horno uno de esos libros que da gusto leer.
Seguramente le encontrarán pegas (hasta ahora han sido pocas), pero yo (y no es porque sea mío), le veo cosas muy buenas. Mucho humor, es crítico, un poco irreverente y canalla, tiene un lado tierno y entrañable, odioso a veces, otras triste, guarda sorpresas y mueve muy, muy bien las caderas. ¡Qué les voy a decir si lo he parido yo!


jueves, 17 de octubre de 2019

Mary Poppins o cómo tenerlo todo



Estaba yo ordenando libros, cuando de repente me topé con Mary Poppins. Le quité el polvo con un buen bufido y empecé a pasar las páginas de este clásico de la LIJ (Sí, señores, porque Mary Poppins es un libro, mejor dicho, una serie de libros, y no la película de Disney que ha sido llevada dos veces a la pantalla y de las cuales, por elegir alguna, me quedo con la primera). Al final terminé por coger asiento y releerlo, en vez de continuar con la tediosa tarea del orden y el concierto.
La verdad es que esta obra de P. L. Travers tiene su aquel. Es bastante desconcertante que una señora a caballo entre un sargento coronel, una institutriz, un hada y una pirada, guste a niños y no tan niños.


Parece ser que P. L. Travers se basó en rasgos de su propia personalidad para dar vida a un personaje que no deja indiferente, pues como cuentan los cronistas de esta australiana afincada primero en Irlanda y luego en Inglaterra, Pamela Lyndon Travers (llamada en realidad Helen Lyndon Goff) era de todo menos una hermanita de la caridad.
Según apuntan sus biógrafos, la autora de una de las novelas más leídas de la Literatura Infantil durante el siglo pasado, quedó huérfana de padre, un empleado de banca alcohólico, a los siete años. A tenor de las tendencias suicidas de su madre, tuvo cuidar de sus dos hermanas (el nombre de Mary Poppins nació de las historias que inventó para ellas) y buscarse la vida como pudo. Ya crecidita emigró al viejo continente para continuar su gira como actriz en una compañía de teatro clásico, y una vez allí, empezó a publicar sus trabajos literarios en publicaciones periódicas bajo el sobrenombre de P. L. Travers, parapetándose tras unas iniciales como muchas escritoras de la época. Vamos, que esta tía fue una superviviente.


Quizá de ahí el carácter errante de la protagonista de sus libros (Mary Poppins solo hay una, pero con cinco secuelas y otras tantas historias detrás de ella), una que va y viene a merced de los vientos, que se presenta de súbito en las casas ajenas, que organiza su vida como le da la real gana, e intenta disfrutar al máximo de los días y sus circunstancias sin importarle demasiado el camino, más bien el recorrido.
Cuentan que la autora sacó de quicio al mismísimo Walt Disney mientras negociaban la cesión de derechos (vean la película Saving Mr. Banks para más datos sobre este episodio), que se puso a llorar de rabia cuando vio la versión cinematográfica de su apreciada obra mientras sollozaba “¿Qué ha sido de mi Mary Poppins?” (N.B.: Alguien que supo ver hace 50 años el daño que la factoría de este señor produciría sobre la imagen que los niños y la sociedad tienen hoy sobre la Literatura Infantil, tiene mucho mérito). También dicen que mantuvo una supuesta relación lésbica con una tal Madge Burnand con la que vivió más de treinta años. Y que no le tembló la mano al separar a su hijo adoptivo Camillus de un hermano gemelo y el resto de su familia (la década de 1940 no era la de hoy…) para mandarlo posteriormente a un internado (ojito...).


Sin embargo, todo ello no es óbice para denostar una obra que sigue teniendo mucho de subversivo, como todos los buenos libros para niños, pues la señorita Poppins, como la propia Travers, desafía los convencionalismos de un mundo adulto que desea imponer su ley a toda costa. Se ríe a carcajada limpia de todos los adultos aburridos con una seriedad impía que trasciende la cortesía y cualquier otra pose (a más de uno le haría falta leérselo para dejarse de postureos y amaneramientos), y valora a aquellos de espíritu libre y tan exóticos como ella.
Por otro lado, me encanta que Mary Poppins no trate a los niños como si fueran cachorritos indefensos, sino que les propina las salidas de tono que esperaríamos de una niñera de verdad, como la de ese pasaje en el que Michael intenta abrazarla y ella se revuelve soltando un "No soy una sardina en una lata" (si no la entienden, háganse cargo de unos cuantos críos y verán lo que dura su paciencia). Ni mayores ni pequeños: no deja títere con cabeza.


Seguramente si fuera tan guapa como Julie Andrews, se lo perdonaríamos y pasaríamos página, pero como la Mary real no es la quintaesencia de la feminidad, como bien se recoge en las ilustraciones de la obra original de Mary Shepard, hija de Ernest H. Shepard, el que dibujó a Winnie-the-Pooh, nos llama la atención y engancha. Ella es “delgada, de manos y pies grandes”, desgarbada, no se interesa por la moda y no muy agraciada. Diferente y estrambótica. ¿Acaso no debería gustarnos eso? ¡Que estamos hartos de personajes uniformes y ñoños!
Vamos, que Mary Poppins lo tiene todo, que me encanta, y no sé porqué el tiempo ha castigado este libro excelente. Léanlo y déjense llevar por él. Créanme. Y a Mary Poppins, también.



miércoles, 16 de octubre de 2019

Un enemigo llamado chicle



¿Absentismo? ¿Falta de respeto? ¿Padres despreocupados?... Se equivocan. El peor enemigo de la escuela es ¡el chicle! (No se rían por favor, que esto es muy serio) Desde mi época de estudiante hasta el día de hoy, la goma de mascar es la protagonista indiscutible de las aulas. Que si parecen rumiantes, que si esos ruiditos que hacen con la boca son asquerosos, pompas por aquí y pompas por allá… No sé qué le pasa al chicle pero casi ningún maestro lo deja en paz.


Muchos piensan que la prohibición del chicle sólo se da en la educación primaria y secundaria, pero les diré que la Maruja, cierta profesora que impartía geobotánica en mis años de universidad, detestaba ver a sus alumnos dándole que te pego a la mandíbula. Se ponía negra viendo las muecas que algunos se marcaban, llegando al punto de amenazarlos con expulsarlos del aula. “¡Lo peor de todo es que se ponen ustedes feísimos!” añadía mientras el otro escupía el cadáver en la papelera.


Ahora en serio… Pero, ¿qué serían de las cantinas si no vendieran chicles? Seguramente se sumirían en la más absoluta ruina (pues una vez hice un cálculo, así, por encima, y concluí con que se vendían unos setecientos chicles al día...). La peor parte se la llevan las limpiadoras (a estas les doy la razón sin ningún tipo de paliativo) pues eso de que los críos vayan pegando las ya insípidas e incoloras plastas pegajosas sobre cualquier tipo de superficie, es una absoluta guarrería.


En definitiva, que el chicle, esa golosina que se remonta a la época de los aztecas, los mayas o los griegos, es el enemigo público número uno. Y es que desde que se empezó a comercializar en los Estados Unidos en el año 1848 (no se crean que fue ayer) ha traído de cabeza a todos los que trabajan con niños, algo que me extraña sobremanera pues a la goma de mascar se le presuponen efectos positivos sobre el razonamiento, la concentración y la memoria, así como alivia el estrés y la ansiedad (que se lo digan a los soldados de la Segunda Guerra Mundial a quienes se lo incluían en la dieta).


Y así llegamos a Bubble Gum Boy, en el cole nuevo la apuesta de María Ramos que nos llega de la mano de la editorial Fulgencio Pimentel para llenar de color este inicio de curso. El álbum en cuestión nos cuenta la historia de un chicle que empieza el colegio lleno de miedos, cábalas y un poco de desazón. ¿Gustará o no gustará? ¿Qué opinarán de él los otros chavales? ¿Logrará hacer amigos? Para conocer el desenlace sólo tienen que pasar las páginas y disfrutar de una historia que, desde lo absurdo y la fantasía, nos acercan a una situación cotidiana que logra arrancarte más de una sonrisa con elástica simpatía y que puede ser el comienzo inmejorable de un libro-serie con mucho tirón.
Por cierto, a mí me encanta el chicle, ¿y a ustedes?

martes, 15 de octubre de 2019

¡No quiero gatos!




En estos días de perros, gatos y tanta inconsciencia, me decanto por los gatos, una de las piedras angulares de mis fobias y que para otros supone el mayor de los placeres.
Los gatos están tan de moda. Les informo. Tanto que parece sonar a blasfemia decir “No los aguanto”. ¿Se extrañan? Les diré que esto es como la comida. A unos les gusta el tomate, a otros el pescado, los de más allá, alcachofas, y el del fondo se pirra por las alcaparras. Pues con estos felinos (¡Con lo que me gustan a mí las panteras y los linces!), ídem de lo mismo. ¿Por qué iba a ser diferente? ¿Porque ahora somos todos muy animalistas? ¿Porque la cadena televisiva de turno nos incita a desarrollar filias? El otro día me comentaba una colega que debería encontrarles el encanto, más que nada porque un buen influencer debe exhibirlos en sus redes. Cuanto más pequeños mejor, que despiertan mucha ternura, como las familias felices, las parejas resobonas y los paisajes brumosos.


No me gustan los gatos. Ni es malo ni bueno, simplemente es. Puedo entender que no comprendan las relaciones de ideas absurdas que algunos esgrimen para ir en contra de estas fobias (lo de las cuarentonas y los gatos, aunque me resulta divertido no tiene mucha ciencia), pero deben claudicar ante los alérgicos al pelo de estos o las embarazadas con riesgo de contagiarse de toxoplasmosis. Soy tan generoso que les dejaré disfrutar de todas las bonanzas de estos seres vivos, los más útiles a la hora de combatir las plagas de roedores.
Y así, con mucho humor (podría haber sido más caustico pero es innecesario: hay que convivir a pesar de las diferencias), llegamos a dos de los gatos con los que la editorial Libros del Zorro Rojo nos ha sorprendido este comienzo de curso (N.B.: Algún día tendríamos que ponernos a revisar esto de los gatos en la LIJ, que parece que tiene chicha).


Por un lado tenemos el Quiero un gato de Tony Ross, un clásico del 89 que ha sido reeditado por esta casa editorial y que se adentra en el mundo de los deseos infantiles y su capacidad para conseguirlos desde la terquedad y el humor, dos constantes en todo lo que rodea a las ocurrencias de los más pequeños. Mía quiere un gato y a sus padres les hace la misma gracia que a mí. Ella no se da por vencida, tiene mucho swing y sabe como montárselo para darles en las narices: si no hay gato, ella será el gato.



La cosa tiene un final bastante sorprendente ya que el autor, tan genial como siempre, le da la vuelta a la tortilla para hacernos ver lo cambiantes que somos y la elasticidad de nuestros deseos.


Por otro tenemos al Señor gato de Blexbolex (Libros del Zorro Rojo), una historia que se aleja de sus obras más críticas y emocionales, para retomar el buen humor de los clásicos. En este caso con un “gato con botas” remasterizado, se adentra en las historias del cine mudo, de los clásicos y de lo absurdo.


En el fondo este libro es como un pequeño escenario, una sainete que tiene mucho salero, sobre todo por la voz en off que imprime cierta teatralidad al asunto. También se podría tomar como un pequeño cortometraje en el que los fotogramas se suceden uno tras otro para narrarnos la historia de un gato bastante truhán y un conejo inocentón que se dedican al pillaje y los entuertos (¿No les recuerdan al Zorro y el Gato del Pinocho de Collodi?). Una serie de aventuras en las que los adultos salen mal parados (¿Subversivo? No, yo diría canalla) y cuyo final no se pueden perder pues te saca una sonrisa algo triunfal (¡Pero qué malo es ese gato, odo!).



lunes, 7 de octubre de 2019

De bestias y otras soledades



A veces veo muertos. También vampiros, fantasmas, zombis, enanos y brujas. Tantas cosas veo que a veces me es difícil distinguir realidad de fantasía. Como lo oyen, llego a confundir términos que no debería… Ya saben que los niños eternos como yo, nos dejamos llevar por lo fantástico y nos es difícil volver a pisar la tierra (¿Será por las alas? ¡Qué bien se está en Nunca Jamás!).
No diré que ser crédulo no nos vaya a acarrear algún que otro malentendido, pero prefiero mis espejismos y visiones, a tener que estar todo el día desenmascarando lo imposible e imaginario. Es bonito pensar que un monstruo nos roba el postre, que nos hemos enamorado de un vampiro o que la vecina es una bruja mala (que se lo digan a las de Valencia).


Lo verosímil depende, no sólo de las pruebas o del rigor científico, sino de lo que cada uno queramos creer (tranquilos, que no me pondré filosófico), de uno mismo y sus necesidades vitales (ya saben que un servidor se inventa lo que le conviene, que para eso es dueño de su existencia). Es por esto que me parece fabuloso que la gente haga por insuflar vida a sus monstruos e ideas, una especie de catarsis para sobrellevar mejor los días y sus contratiempos, para hacerle frente a los miedos, deseos, e incluso la soledad, algo que sucede en el libro que les traigo hoy.
Este otoño sale a la luz La bestia del señor Racine, uno de esos libros de Tomi Ungerer, el genio del álbum que nos abandonó hace unos meses, que nunca se había publicado en castellano. Este libro del año 1971 que edita Blackie Books, nos presenta una historia ambientada en Francia en la que un hombre que cultiva peras ve alterada su tranquila vida por la aparición de una extraña bestia en su huerto.


La relación entre el señor Racine y esa extraña criatura roba-peras se hace cada vez más estrecha, algo que el curioso señor Racine aprovecha para investigar más a fondo a este ser. Toma anotaciones, lo mide y busca información acerca de él, hasta el punto de ser invitado a presentarlo ante la sociedad científica de París.
El desenlace no tiene desperdicio, no sólo porque incluya una sorpresa final bastante entrañable, sino por las consecuencias que tiene, así que, ya saben... Aunque todas las ilustraciones tienen su aquel y contienen muchos de los recursos del gran Ungerer (fíjense en cómo muchas figuras entran y salen de los marcos proporcionando dinamismo a la escena e interactuando con el universo del espectador), destaco la imagen a doble página en la que la muchedumbre parisina ve alterada sus vidas por culpa de la bestia. Llena de detalles que encantarán al lector (ese gendarme sin mano y el paraguas clavado en el cráneo de un señor, me vuelven loco) es una escena que pone en evidencia ese carácter subversivo de la Literatura Infantil, que hace posible lo imposible y rompe ese mundo reglado por los adultos a golpe de fantasía... y bestias.



viernes, 4 de octubre de 2019

De unicornios




Llegó la moda del unicornio a nuestras vidas. Todo tiene su época y se ve que los últimos tiempos necesitan rescatar mitos del pasado (remasterizados, claro está). Da igual que hoy sepamos de la existencia del rinoceronte, del narval o de los ciervos mutantes (sí, como lo oyen, hay ciervos que nacen con un solo cuerno): el ser humano sigue honrando a lo mágico. Bien por necesidad, bien por romanticismo, o bien por postureo, lo suyo es que aflore entre los adultos esa credulidad de la infancia, aunque la transformemos en camisetas, diademas y flotadores. ¡Larga vida a lo fantástico!

En altas praderas,
según testimonios,
luego de la lluvia
sale el unicornio.
Es una criatura
de albina elegancia
que caza suspiros,
que bebe fragancias.
Pétalo que llueve,
nieve que desliza,
su paso es un suave
rumor en la brisa.
Lleva un solo cuerno
de nácar su frente,
sus ojos resguardan
luz inteligente.
Dicen que su blanca
cascada de crines
viene de celestes,
lejanos confines.
Y que solamente
se vuelve visible
a los que confían
en lo impredecible.
Su paso sin sombra
dura el breve instante
en que el arco iris
se vuelve gigante.
Un oleaje de aire
se lo lleva al fin,
soplo que se escapa,
fuga de violín.

Lo quisiera cerca,
que nunca se fuera.
Caballito astado,
luna de pradera.

María Cristina Ramos.
Cascada de crines.
En: Desierto de mar y otros poemas.
2013. Buenos Aires: SM.