El
repetitivo ciclo de la naturaleza se va acortando con los años (¿No se han
fijado que a partir de los treinta y tantos, los años se van tornando cada vez
más rápidos? ¡Maldita vejez esta!) y nos trae nuevas experiencias, nuevos
lugares y nuevos conocidos en un contexto parecido que se figura distinto. Eso
es lo bueno de la vida: el eterno descubrimiento. Y si hay algo con lo que me
gusta chocarme, así, de repente, es con gente especial.
En
muchas ocasiones me han tachado de sociópata. Me gusta charlatanear, los
chascarrillos, las reuniones sociales, los corros con desconocidos, hablar con
este o con la otra, de todo y, a la vez, de nada, y decir muchas, muchas tontadas. Dicen de mí
que soy un fresco (¡Vaya!), pero he de
confesarles que es de las pocas formas de conocer a las personas, de
enriquecerse (también empobrecerse, aunque pocas veces) con los demás y de
estar en el mundo.
Esos
choques repentinos suelen parecerse los unos a los otros. Véase un ejemplo:
Estamos rodeados de gente. Algunos nos conocen, nosotros conocemos a otros
algunos. Alguien nos presenta a otro alguien. Saludos corteses. Mantenemos la
cautela. El alguien más despreocupado empieza a hablar. Y decidimos escuchar a
ese alguien hasta que… ¡zas!, una palabra, un gesto, se prende en nosotros y
nos roba una sonrisa. Y después, todo viene rodado.
No
les negaré que muchos de estos encuentros son fútiles, efímeros, y quedan en lo
meramente anecdótico; otras veces cuajan en algo que, aunque es necesario, se
hace un tanto banal y poco sincero; pero las menos (ya saben de lo que hablo,
de los verdaderos amigos), una chispa salta, nos entendemos, cuadramos y la
complicidad construye una buena y sana amistad que sobrevive al espacio y al
tiempo.
A
pesar del riesgo que corremos (no hay seguridad absoluta, y mucho menos cuando
hablamos de humanos y relaciones personales) y de la comodidad y el
individualismo a los que nos está acostumbrando este mundo tecnócrata (¡Apaguen
sus móviles y mírense a los ojos!), no cabe duda que es bonito saber que
formamos parte de él, que hay otros que nos pueden escuchar, que nos comprenden
y que nos son afines aunque diferentes. Es por ello que hoy les recomiendo El león y el pájaro, un libro de
Marianne Dubuc y editado en castellano por Tramuntana, para que den buena cuenta
de que un amigo es un tesoro, sobre todo, cuando a pesar del correr del tiempo,
vuelve a nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario