Aunque
no suelo compartir enteramente las opiniones de mi amiga La Ascen (lo de ser
discordantes es una maravilla y anteponerle el artículo determinante, todo un
honor), sí existe una ligera diferencia entre los niños asfálticos y los niños
rurales. Si bien es cierto que todos se parecen mucho (ya saben ustedes que los
medios de comunicación y las llamadas TIC nos han homogeneizado más de lo que
creemos, sobre todo en cuanto se refiere a comida basura, programas de
tele-realidad y ropa de usar y tirar), las diferencias se hacen más patentes
cuando la naturaleza entra en juego.
Nociones
de flora y fauna, climatología, algo de fisiología animal, algunas cosas de
veterinaria y mucho conocimiento específico (el otro día me enteré de que
existen incubadoras para huevos de ¡abeja!... Como decía Guimaraes Rosa,
“Maestro no es quien siempre enseña, sino quien de repente, aprende”), se
agolpan en los moldeables cerebros de unos alumnos que, un tanto salvajes,
saben distinguir un pollo desplumado y empaquetado, de aquel que picotea lozano
entre yerba, algo que ellos encontrarán inútil e insustancial (N.B.: Seguramente
muchos preferirían practicar break-dance, hincharse a hamburguesas en los
centro comercial o comprar ropa a go-go) pero que también merece reconocimiento,
ya que se encuentran en plena consonancia con un medio que, a veces, es más
humano que el de la urbe.
Los
animales nos enternecen. Ovejas amamantando a sus corderos en la dehesa,
gallinas rodeadas de pollos recién nacidos por todas partes, vados y orillas
cubiertas de libélulas y abejarucos, abejas libando sobre la lavanda en flor. Gorriones,
jilgueros, alondras y totovías. Todos decoran una suerte de paisaje que a
muchos se les figura una delicia, quizá porque es capaz de humanizar hasta al
más desalmado.
Es
por ello que, muchas veces, se hacen necesarios títulos como los que aquí
traigo hoy que, entre juegos de páginas (Uno
como ninguno, de Britta Teckentrup y editado por Flamboyant), conocimientos
varios sobre animales cercanos o exóticos, e ilustraciones bellamente
conseguidas (Animalium, de Katie
Scott y Jenny Broom, y editado por Impedimenta) y el patrón de coloración que
muchos de ellos presentan (Color Animal
de Agustín Agra y Maya Hanisch y editado por Faktoria K de Libros), se ayuda al
niño a comprender un mundo que no le es todo lo cercano que cabría esperar a
tenor de parques zoológicos, programas científicos de divulgación, museos de
ciencias naturales y documentales televisivos (cosa que no me extraña porque
tienen más éxito los programas de marujeo y telerealidad…, ¡qué asco de
parrilla!).
Así
que regalen a los niños libros de y sobre animales. Para sembrar en ellos el
asombro a través de las inimaginables formas que puede adoptar la naturaleza, a
través de un mundo que, al fin y al cabo, también les pertenece.
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