En lo que a gastronomía se refiere, España ya no es lo que era. Desde que se han apoderado de nosotros las estrellas Michelín y los reality shows de cocina, todo se ha degradado. Si a eso unimos que bares y restaurantes han aprovechado la coyuntura para clavarnos de lo lindo por hacer lo mismo de siempre y adornarlo con cuatro gilipolleces, en este país no hay quien se coma un buen menú del día.
Caldo de patatas, guisado de costillas, lentejas estofadas, patatas a la riojana, unas fabes con chorizo u oreja, cocido con vuelcos y sin ellos, sopa de menudillos o de tomate, arroz con pollo, conejo, morralla y también con habichuelas, galianos o gazpacho andaluz, caldo gallego o salmorejo. Si lo piensan bien, los platos de toda la vida se elaboran con productos baratos y no tiene sentido que nos los estén vendiendo a precio de oro.
Y eso si es que saben hacerlos, porque empiezo a pensar que gran parte de la restauración de nuestro país empieza a entrar en esa categoría de la quinta gama, es decir, aquellos establecimientos que sirven comida precocinada y envasada al vacío, que solo hay que calentar y emplatar al gusto. Y si no, fíjense en la cantidad de carrilleras, estofados de rabo, pan bao, croquetas, gyozas, hummus o tartares de atún y salmón que abundan hoy en día en cualquier bar.
Son los platos de la llamada gastrificación, un fenómeno que además de acabar con la diversidad gastronómica de cada zona, ha provocado la industrialización de un sector en auge en nuestras latitudes y abaratado los costes de productos que casi nadie sabe lo que llevan. Nos venden el cuento de que es comida casera, pero de eso nada. Lleva los mismos azúcares añadidos, las mismas grasas saturadas, los mismos gelificantes y los mismos aditivos que la comida preparada que venden en el supermercado de turno.
Cada vez me horroriza más salir a comer por ahí. Si antes eran los caldos o los aceites, ahora todo lo que hay en el plato es una suerte de productos cuyo origen desconocemos y a los que nos vemos abocados por a) esta vida frenética y b) la ausencia de amas/os de casa que compren, cocinen y frieguen. Y espérense, que desde que las grandes corporaciones han entrado en el juego de la alimentación, en nada veremos como los productos naturales se ponen a precio de oro a base de controlar su producción y venta. ¡Ni siquiera podremos hacernos una coliflor hervida!
Por poner una nota de color en esto de llenar el buche, hoy les traigo un librito que me ha arrancado más de una carcajada. Una cucharada de ranas, con texto de Casey Lyall, ilustraciones de Vera Brosgol, es un álbum publicado por Corimbo hace unos meses que hace una crítica a los shows televisivos sobre cocina desde un punto de vista muy sugerente y divertido.
En esta historia, una hechicera se encuentra grabando un programa televisivo titulado Cocina de brujas. En su nueva entrega quiere enseñar a los televidentes como hacer la nutritiva sopa de ranas, un plato imprescindible en la mesa de cualquier bruja. Con mucho desparpajo, va mostrando cómo es la receta. Ajo por aquí, patatas por allá, un poco de extracto de mosca y el ingrediente estrella: una cucharada de ranas. Pero algo con lo que no cuenta la presentadora es con los saltos que pegan estos batracios. Por más que lo intenta, siempre consiguen escapar de su alcance, cosa que hará de echar unas cuantas ranas en el caldero, una misión imposible. ¿Lo conseguirá?
Con una estética muy cinematográfica en la que abundan diferentes tipos de planos, ambientada en esos programas estadounidenses de los años 60 y 70, esta pequeña comedia encandila a todo el mundo con su estructura narrativa en forma de sketch repetitivo donde el humor blanco es más que suficiente. De paso, pone en tela de juicio las supuestas malas artes de este personaje tan manido de la LIJ más oscura, algo a tener en cuenta dada la inutilidad de la protagonista para coger cuatro ranas. Como colofón, tienen el final, uno que les dejo descubrir por ustedes mismos, cosa que me agradecerán.