Vivimos rodeados de espejos. En el baño, en el armario, en el recibidor. Unos sirven para no perder detalle de nuestra silueta y otros nos hablan del peinado o las legañas. Nada como un buen espejo para acicalarse. Bien pensado, el espejo es un gran invento, sobre todo en esta sociedad del postureo. Pero ¿qué sería de nosotros sin el espejo del retrovisor? ¿Cómo aparcaríamos? ¿Y los microscopios, telescopios, cámaras de fotos y demás engendros ópticos? ¿Cómo se hubieran fabricado?
Los espejos cobraron vida cuando los seres humanos vieron reflejado su rostro en un charco de agua oscura, pero como objetos nacieron hace miles de años, cuando los pueblos primitivos comenzaron a fabricarlos con materiales como la obsidiana, el cobre o la plata, hasta llegar al que conocemos hoy día (espejo azogado) hecho con vidrio y una fina lámina de metal y que se inventó en la alta Edad Media.
En cualquier caso, poco mérito tiene el hombre en una propiedad física de las ondas, la de rebotar cuando se encuentra con un medio diferente al anterior. Si la superficie de este está debidamente pulida, el ángulo de incidencia y el ángulo de reflexión son idénticos y puede crearse una imagen especular (ya saben, igual pero simétrica).
Espejos minúsculos para llevarlos en el bolso, espejos para que los bailarines evalúen sus movimientos, espejos para que toda la ropa nos siente bien, espejos para divertirnos en los parques de atracciones, espejos con los que espiar a la vecina, y espejos para que no se reflejen los vampiros.
También hay espejos muy literarios. Como el de la madrastra de Blancanieves, todo un cizañero en esto de las competiciones de belleza. En El señor de los anillos también tenemos el espejo de Galadriel, capaz de mostrar el futuro. Y cómo no, el espejo de Oesde que aparece en Harry Potter y la piedra filosofal, que no refleja la imagen de quien lo contempla, sino sus deseos más profundos. De todos ellos el que más me gusta es el espejo que da título a la segunda parte de las aventuras de la Alicia, ese que abre la puerta a un universo parecido al del libro de hoy.
Espejo, el álbum de Javier Peña que acaba de publicar Thule, es una de esas historias muy bien traídas y en la que el formato tiene una función inestimable. Es la historia de un terrícola que aterriza en Espejo, un planeta habitado por los espejismos, unos seres parecidos a los humanos que se dividen en pueblos idénticos que comparten el mismo suelo y funcionan a modo de reflejos. Como el visitante no tiene un reflejo como el resto, la reina ordena de inmediato su entrada en prisión, donde sucederá algo muy curioso.
Bebiendo en gran parte de la obra de Lewis Carroll (un espejo que funciona a modo de resorte narrativo, una reina implacable que recuerda a la de corazones, y todo ese sinsentido que tanto juego ha dado), el autor propone una vuelta de tuerca y se adentra en el universo de las perspectivas visuales gracias a unas ilustraciones donde el eje de simetría es el protagonista.
No pareciéndole bastante, enriquece este juego visual con un montón de personajes salidos de obras clásicas de la pintura universal. La dama del armiño, el caballero de la mano en el pecho o la virgen del prado llenan las páginas de un libro que es un museo viviente. De este modo, Javier Peña cuece y enriquece un librito al que podemos sacar mucho partido.
Imágenes digitales, un texto directo, un dedo que señala el sentido de la lectura y un índice de los cuadros escondidos, aúpan un álbum más que honesto con el que divertirse imaginando posibilidades imposibles y adivinando a Boticelli, da Vinci, Veronese o Van Eyck.
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