Aunque los docentes aplicamos raseros que obligan a los alumnos a actuar en la misma línea, también de he decirles que no tratamos a todos por igual, sobre todo en lo que se refiere a lo académico. Para ello, los vamos clasificando conforme asoman las dificultades y vamos apuntando sus fortalezas y, casi siempre, debilidades.
De entre todas ellas, la que más se me hace cuesta arriba es la inseguridad. Mientras hay estudiantes que pecan de una confianza superlativa y creen andar sobre las aguas, otros exhiben una falta de aplomo absoluta. Y lo peor de todo es que trabajan como el que más, dedican muchas horas al estudio, pero siempre la cagan. Su capacidad de decisión es tan ínfima que terminan perdiendo un montón de puntos por el camino o, lo que es peor, suspendiendo todos los exámenes.
Hay profesores que lo achacan al nerviosismo, otros a la falta de atención, pero lo cierto es que este tipo de alumnos terminan agotados al no ver traducido su esfuerzo en unos resultados más satisfactorios. Aunque no lo crean, es bastante descorazonador observar cómo el ánimo de este tipo de alumnos queda diezmado por una causa ajena a sí mismos.
Ojala tuviéramos una varita mágica con la que cambiar la naturaleza de ciertas personas, pero lo cierto es que, en la mayoría de los casos, estos problemas pasan por la aceptación de la realidad y la mejora de sus habilidades en la medida de lo posible.
Como ejemplo, hoy les traigo la historia de Pececito, el personaje que protagoniza el álbum de Mamiko Shiotani que acaba de publicar la editorial madrileña Pastel de luna.
Pececito es un animal acuático y no puede vivir en el medio aéreo. Por ese motivo, todas las mañanas se pone un traje especial que le permita acudir a la escuela. A Pececito le encanta la escuela. Le gusta aprender, jugar con sus amigos durante el recreo e incluso la hora de la comida. Lo único que odia Pececito son las clases de gimnasia. Hoy tocan las carreras de relevos y, por desgracia, Pececito se cae y se hace daño, un percance que le obliga irse a casa y empezar a odiar la escuela. ¿Logrará reponerse y regresar? ¿Encontrará una forma de mejorar su destreza?
Con un estilo característico donde los lápices de grafito y color son los protagonistas, la autora nos deleita con un universo a la japonesa donde los avances tecnológicos conviven en una sociedad formada por montones de especies animales. Aunque el librito (me encanta el tamaños y las proporciones), tiene cierta moralina, hay detalles, sobre todo textuales, que me resultan encantadores (¡Esas lágrimas perdidas en el agua me han robado el corazón!).
Esperando que esta editorial publique pronto otros de sus libros como El fantasma del desván e Historia de un huevo, solo me queda decirles que espero que aprendan a perderse en sus ilustraciones para disfrutar, no solo de las composiciones y ópticas tan estudiadas de la autora, sino del sinfín de detalles que recoge (el sombrerito sobre la pecera portátil, el hueco circular en el escritorio y las miradas fijas de los personajes son mis favoritos).






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