lunes, 3 de noviembre de 2025

Una infancia agreste


Hace un porrón de años me desempeñé como monitor de educación ambiental con niños en edad escolar. Tenía chiquillos de 3 a 12 años, un intervalo de edad más que considerable para sumergirme en un mundo fascinante durante unos cuantos meses. Aunque fue bastante agotador (empecé a comprender el agotamiento físico que sufrían los colegas que se dedican a las etapas de infantil y primaria), entendí muchos de los mecanismos que regían el aprendizaje y el comportamiento humano.
Me encantaba ver cómo las actividades más sencillas se desbordaban en un millón de posibilidades, cómo podíamos estirarlas y que siempre pareciesen insuficientes. Ejercicios que a un adulto le podían parece sumamente sencillos, se transformaban en contextos maravillosos en los que disfrutar de lo cotidiano. Movilidad, repetitividad, imitación, exploración o experimentación. Casi todos los juegos que proponíamos tenían un éxito rotundo si reunían todas esas características. Pero, si además los acompañábamos de un entorno natural, teníamos que tirar fuegos artificiales al finalizarlos.


¿Qué sería de los críos sin el patio del colegio, un parque cercano o ese trocito de monte donde pasan el fin de semana? Soy partidario de los niños que trepan a lo alto de los árboles, que se descuelgan de sus ramas, los que juegan con el barro y dejan trepar a las hormigas por sus brazos. Me gustan las criaturas que se quedan embobadas con el paso lento del caracol y coleccionan las hojas caídas del otoño. Fanáticos de los palos y las piedras, de las ranas y las luciérnagas.
La naturaleza es un espacio tan desconocido como cercano. Ese escenario en el que podemos observar, tocar o escuchar a nuestras anchas, en el que el peligro nos acecha irremediablemente y en el que también descansamos plácidamente. Si bien es cierto que lo podemos sufrir y disfrutar en solitario, siempre es más agradable compartirlo con los demás. Intercambiamos impresiones, reímos, guerreamos y nos protegemos. Por eso, echando mano del fotolibro que acaba de publicar A buen paso (A todas las editoriales del gremio les ha dado por tener uno en su catálogo), ¡vámonos a merendar al campo!


Con el título de El paseo, este álbum con texto de María José Ferrada, fotografías de Vega Mayor y Hugo Ferrer e intervención artística de Motoko Toda, nos cuenta las correrías en el campo de ¿tres? amigos. Perro, Chanchita y Conejo son los protagonistas de esta aventura visual gracias a otro grupo de amigos, los seis chiquillos que los llevan a cuestas cuando se divierten trepando por los cerros o perdiéndose entre los brezos. Así, los tres muñecos de corcho llevan consigo tres mochilas donde guardan sus libretas de campo y unas viandas que compartir. Tres panes, tres guindas, veintiuna gotas de lluvia y una zanahoria. Y los sueños del camino que no se olviden.


Tomando como excusa los juguetes artesanales y los omnipresentes juegos infantiles, este elenco de creadores se deja llevar por la experimentación para dar vida a una aventura cotidiana en la que la infancia es la verdadera protagonista. Personas reales y personajes de ficción constituyen una combinación discursiva muy sugerente que nos sitúa en diferentes posiciones narrativas y nos ayuda a explorar el universo infantil gracias a los alter ego.
A modo de pequeños títeres, los niños teatralizan en un ecosistema personal e intransferible al tiempo que dejan fluir su creatividad e imaginación. Un reflejo de ese lenguaje que todos, pequeños y mayores, reconocemos como parte de un legado de esa patria común.


Y mientras todo esto sucede, me deleito con las palabras de la Ferrada... Frases como […] el silencio es una forma de hablar que solo conocen los amigos, se abrazan con la luz que irradian las imágenes y me invitan a encontrarme con mis recuerdos en el sitio de siempre: ahí, bajo las flores amarillas.

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